Endnotes # 2, de abril de 2010: miseria y forma-valor
La historia de la sociedad capitalista es la historia de la reproducción de la relación de clase capitalista. Es la de la reproducción del capital como capital, y en tanto correlato necesario, la de la clase obrera como clase obrera. Si partimos del supuesto de que la reproducción de esta relación no es inevitable, ¿qué posibilidades hay de que no se reproduzca?
Por un breve instante, la crisis reciente parecía habernos ofrecido un fugaz vistazo de esa no reproducción: el fenómeno de las retiradas masivas de depósitos bancarios regresó al núcleo capitalista, muchos países se vieron sumidos en una oleada de disturbios por los precios del combustible y de los alimentos, los mercados bursátiles se tambalearon y las grandes empresas presentaron expedientes de quiebra, la economía de Islandia se derrumbó, el mundo en conjunto entró en una crisis ampliamente calificada como la peor desde la crisis de 1929, la insurrección hizo arder Grecia, y en el Reino Unido volvieron a aparecer modalidades de lucha de clases que no se habían visto en décadas. Durante unos meses se hicieron juegos malabares con palabras vacías acerca de un retorno de Marx y los economistas oficiales se hicieron catastrofistas, antes de que se volviera a hablar de «brotes verdes» y comenzara a asentarse la idea convencional de que esta crisis era, a lo sumo, un descalabro particularmente grave del funcionamiento normal de la economía capitalista causado por algún factor arbitrario y no sistémico. En tal situación, en lugar de plantearse la posible no-reproducción de la relación de clase capitalista, quizá sea más plausible interpretar la crisis como un aspecto de la autorregulación de la economía capitalista mundial, en el peor de los casos como una «purga» especialmente intensa de algunos excesos o irracionalidades en un sistema por lo demás sano y completamente funcional.
Pero en el núcleo de la sociedad capitalista no hay ningún estado de equilibrio sano ni ninguna condición «normal» y completamente funcional. La crisis es el modus vivendi de la relación de clase capitalista, el proceso de vida de esta contradicción. En la medida en que la acumulación de capital siempre es un proceso problemático y cargado de tensiones, en la medida en que, incluso cuando ha obtenido la victoria sobre el proletariado, el capital sigue aproximándose a puntos muertos de sobreacumulación, en la medida en que la danza de la relación de clase capitalista no puede celebrarse sin la presencia de sus dos reticentes socios, la crisis siempre está presente. En el modo de producción capitalista la fuente del valor es el trabajo, pero no obstante, a medida que avanza la acumulación, el trabajo necesario se convierte en una magnitud que tiende a reducirse. La crisis está siempre nos acecha porque para el capital el trabajo es un problema.
Ahora bien, la crisis también es un acontecimiento concreto. El catastrofismo espectacular que dominó los mercados de valores globales en torno a la caída de Lehman Brothers, la ola de ejecuciones hipotecarias que barre Estados Unidos, la quiebra inminente de Estados enteros, los enormes rescates y las previsiones de desaceleración, la proclamación jubilosa del fin de la era «neoliberal» y la aparición (por ilusorias que sean) de veleidades acerca de un retorno a Keynes: todo esto son indicios muy reales de una crisis concreta en la relación de clase capitalista. Esta crisis concreta pone de manifiesto la contradicción general de esta relación, como si la tapa de la máquina hubiera sido arrancada de repente por una explosión y estuvieran a la vista todos sus engranajes en movimiento. Como todas las crisis, esta remite a la inestable estructura subyacente de la relación de clase: allí donde un aspecto de la reproducción de la relación topa con sus límites, surge un momento de apertura sistémica y la visión fugaz de la posibilidad de una ruptura. Entonces, a través de algún mecanismo caótico, allí donde una marcha había saltado del cuadro, otra toma el relevo a una velocidad ahora alterada. Con algunas modificaciones, la reproducción contradictoria de la relación de clase capitalista prosigue por ahora; los «brotes verdes» del jardinero Chance anuncian el fin del invierno, y la crisis queda naturalizada una vez más, no como una enfermedad crónica o permanente, sino como el eterno retorno de un ciclo natural.
¿Cuál es el carácter actual de la reproducción de la relación de clase, y cómo se está transformando? ¿Qué indicios podemos encontrar en todo esto de la posibilidad de que no se reproduzca? ¿Cuáles son —en otras palabras— las posibilidades actuales de una ruptura completa de esta reproducción? Estas son las preguntas que tiene que hacerse una teoría revolucionaria. Es en las modalidades cambiantes de esta reproducción donde podemos captar la historia real de la sociedad capitalista como algo más que un amasijo contingente de hechos, relatos o conceptos, de victorias, derrotas o recuperaciones estratégicas, porque es mediante su reproducción donde la relación de clase capitalista se construye como totalidad. Por esa misma razón, es en estas modalidades donde hemos de buscar las posibilidades de una destrucción inmanente de esa totalidad.
El resultado del proceso capitalista de producción no son sólo mercancías y plusvalor, sino la reproducción de la propia relación […] El capital y el trabajo asalariado expresan sólo dos factores de la misma relación1.
Si existe una característica definitoria del capital, que lo distingue de una mera suma de dinero, o de una masa no especificada de materiales con los que uno podría hacer dinero, es que se amplía: se trata de dinero que se convierte en más dinero, valor que se valoriza a sí mismo. Para subsistir como capital, el capital debe aumentar perpetuamente en cantidad. En este sentido, tiene un carácter claramente «teleológico»: tiene una meta clara —su propia expansión— y la persigue implacablemente Dado que a nivel sistémico, está claro que esa expansión no se puede mantener a través de la mera reasignación de valor de un capital a otro, para que haya valorización tiene que haber alguna posibilidad de producir valor nuevo. Esta posibilidad reside en la fuerza de trabajo.
Puesto que los trabajadores no necesariamente tienen que pasar la totalidad de la jornada laboral produciendo lo suficiente para reproducirse a sí mismos como trabajadores de cara al día siguiente, puede existir un excedente entre la cantidad de trabajo realizada efectivamente por los trabajadores, y la cantidad de trabajo social media invertida en la producción de los bienes con los que estos trabajadores se reproducen a sí mismos. Surge así la distinción entre trabajo y fuerza de trabajo, y sería razonable decir que todo el edificio de la sociedad capitalista se erige sobre el fundamento de esta distinción.
Pese a que, por supuesto, los trabajadores tienen que ser obligados a producir este excedente, dicha compulsión es sistémica. Lo que para el trabajador no es sino el número de horas de trabajo requeridas para obtener el salario necesario para reproducir su existencia a un determinado nivel, es para el capital a la vez un desembolso de salarios y una posibilidad de obtener ganancias superiores al mero valor de estos salarios. Si bien la posición del trabajador respecto de la propiedad significa que su libertad formal está simultáneamente ligada a la coacción sistemática, ambas partes de este acuerdo siguen siendo «sujetos burgueses» que acuden libremente al mercado por propia voluntad. Este encuentro en el mercado de trabajo entre capital y trabajo conlleva, claro está, ciertos roces inherentes, y como todos los buenos comerciantes, ambas partes buscarán siempre el modo de obtener más a cambio de menos. Los trabajadores acuden de mala gana a trabajar, recuperan para sí tanto tiempo como pueden, y a veces se declaran en huelga por aumentos salariales, mientras que el capital impone la jornada de trabajo lo más rigurosamente posible y siempre buscará ampliar la porción excedente del trabajo que tiene lugar en su proceso de producción.
Este encuentro cotidiano entre el capital y el trabajo no es un mero hecho contingente. Si lo fuera, entonces la persistencia en el tiempo de la sociedad capitalista sería poco menos que milagrosa. No es un hecho, porque es un proceso en el que todos participamos sin cesar, y no es contingente, puesto que (en su repetición) podemos detectar una cierta sistematicidad en la forma en que este encuentro tiene lugar2. Los trabajadores no se encuentran casualmente con el capital en el mercado laboral sin otra cosa que vender que su fuerza de trabajo ni el capital se encuentra casualmente con estos trabajadores en forma de medios de producción acumulados y de propiedad privada. Al contrario, es un proceso determinado el que produce trabajadores como vendedores de fuerza de trabajo y capital en tanto acumulación de medios de producción. Este proceso es el proceso de la producción misma: además de producir valor y valores de uso concretos, el proceso de producción es al mismo tiempo el proceso de producción de la relación de clase capitalista.
Si examinamos, no el comienzo del proceso de producción, sino su resultado, el capitalista exitoso se ha apropiado plusvalor de los trabajadores y lo ha realizado mediante el intercambio, y ahora puede utilizar este valor en el próximo ciclo del proceso de producción, mientras que el trabajador, al que solo se paga por su fuerza de trabajo, abandona el proceso de producción sólo con un salario que cubre los costes de su reproducción para el siguiente ciclo de producción. Ambas partes regresan así, al final del proceso de producción, a los puntos de partida estructurales desde los que entraron en él. Al trabajador le quedan pocas opciones salvo volver a vender su fuerza de trabajo, ya que en el transcurso del proceso de producción no ha acumulado nada suyo, y la lógica expansiva del capital lleva al capitalista a contratarlo de nuevo. Una vez que el proceso capitalista de producción ha comenzado, su continuidad (al menos en este sentido) es automática. Existe una necesidad de la reproducción continua de la relación de clase capitalista que se deriva del carácter del propio proceso de producción capitalista3. Dado que el proceso de producción no es otra cosa que esta relación de clase in actu, cabe decir que la reproducción de la relación de clase capitalista se sigue necesariamente de la naturaleza de la propia relación.
La autopresuposición de la relación de clase capitalista es también la de la totalidad de las relaciones sociales capitalistas. Este proceso de reproducción no reproduce sólo a trabajadores y capital, sino también al Estado y todos sus órganos, la estructura familiar y el sistema de relaciones de género, la constitución del individuo como sujeto dotado de una interioridad específica opuesta al mundo de la producción y así sucesivamente. Esta multiplicidad de momentos sólo adquiere cierto carácter sistemático, y constituye por tanto una totalidad, mediante la repetición de su reproducción (que gira en torno a la de la relación de clase capitalista).
Es una verdad trivial que las estructuras sociales que constituyen esta totalidad no pueden subsistir sin fundar la sociedad en la producción. Considerada sólo en su aspecto material inmediato, la producción se presenta como un fundamento casi natural para la reproducción de la «sociedad». Ahora bien, en el modo de producción capitalista el objeto directo de la producción es el valor —no la producción general de la vida humana a través de algún «metabolismo humano con la naturaleza»— y antes que nada es la relación de clase capitalista la que se reproduce, no «la sociedad». La «sociedad» como tal —o la formación social— es la manifestación en abstracto de la totalidad de las relaciones que se reproducen mediante la reproducción de la relación de clase capitalista. Una teoría que parta de la reproducción de la totalidad social en abstracto sólo puede expresar tautológicamente la existencia de esta totalidad: la subsistencia de las partes es funcionalmente necesaria para que persista la totalidad, y la persistencia de la totalidad no es otra cosa que la persistencia de estas partes funcionales. La noción althusseriana de «causalidad estructural» considera esta tautología como un principio metafísico, error inseparable de la tendencia funcionalista del marxismo althusseriano4.
Ahora bien, proclamar la contingencia o indeterminación de la lucha de clases, o un «giro copernicano» hacia la clase obrera como sujeto de esa lucha, no representa una alternativa apropiada a un funcionalismo o naturalismo de la reproducción social. La reproducción sistemática de la relación de clase no es un asunto concretamente contingente, y en tanto polo concomitante del capital en una relación de reproducción recíproca, la clase obrera como tal no puede ser el centro neurálgico de la teoría revolucionaria. La totalidad, por supuesto, posee muchos niveles de concreción, y está atravesada por factores complejos y contingentes, y no se puede dar cuenta de todos ellos adecuadamente mediante alguna simple liturgia de las relaciones de clase. Sin embargo, en tanto centro neurálgico de la producción capitalista, como punto del que parte y al que siempre regresa, como momento de la autopresuposición del modo de producción, la reproducción de la relación de clase capitalista desempeña un papel central en cualquier teoría de la revolución.
Para cualquier época, estar presente significa tener horizontes. Pasar es perder esos horizontes5.
Plantear la cuestión de la revolución es poner en riesgo la subsistencia de la propia relación de clase capitalista. La revolución no puede ser la mera expropiación del capital, la incautación de los medios de producción por parte de la clase obrera o en su nombre. Tiene que ser la destrucción directa de la relación de reproducción en la que los trabajadores en tanto trabajadores —y el capital en tanto valorización del valor— son y llegan a ser tales. La revolución será comunista o no será. A la revolución así concebida nosotros la denominamos «comunización».
La autoperpetuación inmanente de la relación clase capitalista se presenta como una eternización: en su autopresuposición la relación de clase parece infinita, desprovista de un más allá. Dado que esta relación se proyecta hacia un futuro infinito, la teoría revolucionaria se remite necesariamente a la ruptura, a la interrupción de la temporalidad misma de la relación. Pero la reproducción no es una simple tendencia al equilibrio ni la conservación dinámica de un estado fundamentalmente estático. Plantear la reproducción de esta relación no es adoptar un punto de partida que sólo pudiera demostrar la clausura funcional del sistema, y frente al que habría que afirmar el carácter radicalmente abierto de la lucha de clases o una visión de la revolución como suceso radicalmente exterior, mesiánico o trascendente. Quizá una metáfora orgánica fuera más apropiada que una metáfora cibernética o mecánica: un organismo es inherentemente homeostático, pero a lo largo de su ciclo vital cambia necesariamente, tiene que morir en cualquier caso, y no se puede entender su tendencia a morir como algo exterior a su proceso de vida. Ahora bien, la relación de clase capitalista no se limita a reproducirse a sí mismo con una unidad funcional que, como todo lo bueno, tiene que acabarse algún día. Al contrario, en tanto relación de clase —relación de explotación— es inherentemente conflictiva. En la medida en que la afirmación de cada uno de los dos polos de la relación frente al otro posee una direccionalidad cuya culminación lógica sería la victoria final, ambos polos de la relación pueden proyectarse como verdad última, como vencedor final. Tanto el capital como el proletariado pueden legítimamente considerarse como esencia de la sociedad capitalista, pero tal pretensión siempre será contradictoria, ya que ninguno de los polos de la relación es nada sin el otro.
Debido que cada polo de la relación puede considerarse contradictoriamente como su verdad, y puesto que se trata de una relación dinámica con una direccionalidad en su núcleo que procede de la orientación hacia el futuro del proceso de valorización del capital, la relación de clase siempre es portadora de un horizonte temporal inmanente. No se limita a eternizarse como totalidad monolítica y cerrada. Al contrario, en tanto relación de lucha es portadora de una visión del futuro como solución proyectada de este antagonismo como horizonte propio. La victoria final de la clase obrera, el afianzamiento permanente del capitalismo liberal, la barbarie inminente, o el apocalipsis ecológico: la lucha de clases siempre tiene un horizonte singular, y en función de la dinámica de la relación de clase en un momento determinado este horizonte posee una cualidad variable. En el interior de este horizonte surge una superación que puede ser más o menos contradictoria. Si la superación de la relación de clase capitalista sobre la base de la simple victoria de uno de sus polos es imposible (puesto que cada polo no es nada sin el otro) entonces cabe decir que las revoluciones del siglo xx, en la medida en que su contenido fue la afirmación de la clase obrera en tanto clase obrera, plantearon una superación imposible de la relación de clase capitalista. Por el contrario, la revolución como comunización aparece sólo en la lucha cuyo horizonte inmanente es portador de la no-reproducción directa de la relación de clase.
Esta relación se presenta como una unidad y no como un arreglo ad hoc sólo mediante su reproducción sistemática, y si por historia se entiende algo más que la descripción imposible de un flujo informe, sólo en tanto tal unidad es capaz de tener una historia. Del mismo modo que el fundamento de la acumulación de capital es interior a la relación de clase capitalista, también lo son —a nivel social—sus efectos. La pérdida de la rentabilidad afecta directamente no sólo a la capacidad del capital de reproducirse a sí mismo, sino también a su capacidad de reproducir a la clase obrera. La incesante reorganización técnica del proceso de trabajo imprime pautas de experiencia radicalmente distintas a la vida de los trabajadores. La reorganización de los roles de género de una forma cada vez más ajena a la familia del salario único mediante el empleo creciente de las mujeres imprime una forma diferente a la familia y a la experiencia de la «vida personal» al margen del proceso productivo. La expansión del sistema de crédito permite al capital desplazarse por todo el planeta con una fluidez cada vez mayor, que altera a su vez las funciones de los Estados en el sistema mundial y socava la capacidad de negociación de la clase obrera a escala nacional. La tendencia de las innovaciones ahorradoras de trabajo a expulsar a los trabajadores del proceso de producción y engendrar una población excedente —allí donde esta población tiene la posibilidad de incorporarse al mercado laboral— ejerce una presión a la baja sobre los salarios y la estabilidad laboral; donde no puede hacerlo, surgen inmensas barriadas que albergan excedentes humanos cuya reproducción es cada vez más precaria y contingente. Todas estas tendencias son inmanentes a la relación de clase capitalista. La historia del desarrollo del modo de producción capitalista es la del despliegue de estas tendencias en el seno de la relación de clase capitalista, y por tanto la de la alteración cualitativa interna de dicha relación.
El horizonte de superación del que la relación de clase es portadora posee una cualidad variable: su carácter en un momento dado es inseparable de la modificación histórica de la relación de clase. Lo que es invariable es la existencia de ese horizonte. El carácter cambiante de dicho horizonte es el principal fundamento y objeto de una teoría revolucionaria. Al plantear la cuestión de la superación revolucionaria de la relación de clase capitalista, atravesamos el terreno teórico de este horizonte tal y como se presenta ahora ante nosotros. Se trata de un terreno estratificado, con su propia geología de sedimentos, irrupciones y fallas. Trazamos la línea de ese horizonte tal como existe ahora —aproximándonos todo lo posible a conceptualizar nuestra salida de este paisaje— y como era antes, distinguiendo el paisaje al que nos enfrentamos ahora de los del pasado. La teoría comunista es la teoría del horizonte inmanente de la lucha de clases. Al perfilar este horizonte, y al conceptualizar su superación, convertimos a la lucha de clases, en su historicidad, en objeto determinado de la teoría y la adoptamos en su finitud. Al poner en juego la propia relación de clase postulando su superación definitiva, podemos ver esta relación como lo que es. Podemos captar su verdad, no a través de la proyección de una falsa neutralidad, sino al contrario, adoptando el punto de vista partidista de su superación, que existe no sólo en «teoría» sino en la dinámica inmanente de la propia relación de clase.
Si la relación de clase capitalista es una relación contradictoria cuya reproducción nunca es una simple cuestión de conservación de un estado estable, esto se debe a que —como antes hemos señalado— el trabajo es un problema para el capital. En tanto fuente exclusiva de plusvalor, el capital, en su constante impulso de acumular, siempre requiere más plustrabajo. Al aumentar la productividad del trabajo, el capital se beneficia aumentando la proporción del plustrabajo en relación con la de trabajo necesario, pero al mismo tiempo reduce así el papel del trabajo como «principio determinante de la producción». En última instancia, esto significa que se requieren menos trabajadores para producir la misma masa de mercancías, y esta reducción va unida a una reducción de las posibilidades de valorización. A partir de esta sencilla contradicción y en el seno de ella podemos derivar algunas de las tendencias fundamentales de la reproducción de esta relación y ver cómo el capital «trabaja en pro de su propia disolución».
La célebre ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia expresa aspectos de esta sencilla contradicción. En su formulación canónica, dicha ley se deriva del hecho de que, en su lucha competitiva contra otros capitales, todo capital tenderá con el tiempo a aumentar la productividad de sus trabajadores mediante adelantos técnicos en el proceso de producción: su composición técnica tenderá a aumentar. Como consecuencia de los aumentos de productividad se requiere menos tiempo de trabajo para producir una misma mercancía, y por tanto el capital individual obtiene ganancias superiores a otros capitales, pero con el tiempo esos mismos aumentos de productividad se generalizan, lo que tiene como resultado la eliminación de esa ganancia inicial y un valor inferior de la mercancía, ya que ahora su producción requiere menos tiempo de trabajo socialmente necesario. Por tanto hasta en este nivel abstracto podemos identificar una primera manifestación de esta sencilla contradicción, pues el impulso de acumular plusvalor mediante la producción de mercancías —plusvalor que se obtiene a partir del trabajo excedente— conduce a una reducción en el tiempo de trabajo y, por tanto, en el margen para el plustrabajo que conlleva la producción de esas mismas mercancías.
Ahora bien, en sí mismo esto no supone una pérdida para el capital, ya que el aumento de la productividad del trabajo también reduce los costes de la mano de obra mediante el abaratamiento de los bienes consumidos por los trabajadores. Por tanto, los salarios se pueden reducir relativamente y puede ampliarse la parte de la jornada laboral consagrada a producir plusvalor para el capital. No obstante, si partimos del supuesto de que con el tiempo semejante aumento en la composición técnica desembocará en una composición de valor en aumento a nivel del capital social total —un aumento en la proporción de capital destinada a medios de producción (capital constante) en relación con la que se destina a salarios (capital variable7)— eso significa que un capital del que una proporción creciente se dedica a medios de producción tiene que valorizarse sobre la base de una proporción decreciente de capital variable. Dado que la jornada laboral no puede prolongarse indefinidamente (el día sólo tiene veinticuatro horas, y el trabajador debe pasar algunas de ellas reproduciéndose a sí mismo como trabajador) y la parte de la jornada laboral dedicada al trabajo necesario sólo puede tender hacia cero, la cantidad de plusvalor que el capital puede extraer de un trabajador individual tiene límites evidentes. Por tanto, con el tiempo el capital será incapaz de extraer plusvalor suficiente para proseguir la acumulación a la misma escala. Si la reducción directa —mediante incrementos de productividad— del tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía dada supone una primera manifestación del problema del trabajo para el capital, en este caso constatamos la manifestación adicional de la misma contradicción a un nivel más concreto.
Todo esto se sigue, de forma muy sencilla, del aumento de la composición de valor del capital. A favor de este argumento, damos por hecho que el aumento de la composición de valor del capital se sigue del aumento de la composición técnica. Ahora bien, existen varios factores que complican la relación entre la composición técnica y la de valor, y que compensan la tendencia decreciente de la tasa de ganancia como consecuencia del efecto directo de la primera sobre la segunda. En particular, hay que señalar que el mismo aumento de la productividad del trabajo, que de otro modo haría aumentar directamente la proporción de capital constante frente a la de capital variable, reduce al mismo tiempo el valor de los medios de producción, y por tanto al menos mitiga cualquier tendencia a tal aumento. Por consiguiente, no es en absoluto evidente que la susodicha tendencia se manifieste en el curso efectivo de la acumulación capitalista. No obstante, si la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia ayuda a poner de relieve hasta qué punto el trabajo es un problema para el capital, la teoría marxiana de la «ley general de acumulación» y de la generación constante de poblaciones excedentes, resulta, en este sentido, al mismo tiempo más reveladora e históricamente más palpable8.
La reducción del trabajo relativamente necesario aparece como aumento de la capacidad laboral relativamente superflua, esto es, como poner población excedente9.
Es evidente que la producción capitalista tiende a aumentar inmensamente la productividad del trabajo. No necesitamos ocuparnos de la relación entre la composición técnica y de valor de capital para demostrarlo. Esto significa simplemente que, conforme pasa el tiempo, hacen falta menos trabajadores para producir la misma cantidad de valores de uso. En el seno de la acumulación capitalista existe, por tanto, una tendencia a reducir la contribución del trabajo directo. Si esta tendencia no se ve anulada por ninguna tendencia contrapuesta y pudiera desarrollarse históricamente sin trabas, eso supondrá que cada vez serán más los trabajadores superfluos para el proceso de producción. Considerado en términos de población, por tanto, el capital tiende a producir una población proletaria excedente con respecto a los requisitos de la producción: una población excedente. Este es otro modo de manifestación del problema fundamental del trabajo para el capital.
Esta tendencia no es absoluta, y al igual que sucede en el caso de la tasa decreciente de ganancia, existen factores compensatorios. El capital puede encontrar nuevos valores de uso en cuya producción emplear a trabajadores, y dada una magnitud de producción creciente en cualquier sector dado, los aumentos de productividad no tienen por qué traducirse directamente en una disminución absoluta del empleo productivo. Aunque, por supuesto, la destrucción del medio ambiente se presenta como un problema muy real de la acumulación capitalista, la cantidad de valores de uso que pueden consumirse no tiene límites claramente definidos. Por tanto, podría sostenerse razonablemente que, incluso si el capital tiende con el paso del tiempo a reducir el número de trabajadores necesarios para producir una cantidad dada de valores de uso, puede impedir que esta tendencia se convierta en un problema crónico dedicándose a producir valores de uso diferentes —y desarrollando concomitantemente nuevas necesidades para tales valores de uso— o ampliando la producción de bienes existente.
Por supuesto, son muchos los factores que complican todo esto. Una población dada sólo puede consumir un tipo particular de mercancía hasta cierto punto, y la productividad del trabajo no es simplemente un borrón y cuenta nueva para la producción de cualquier valor de uso nuevo. Muy a menudo las técnicas de mejora de la productividad se generalizan en los diferentes sectores de producción, lo que significa que en los sectores nuevos la producción a menudo asimila rápidamente las ganancias de productividad desarrolladas en otros, además de generar nuevos adelantos que pueden generalizarse a su vez. La capacidad del capital social total para superar su tendencia a reducir el número de trabajadores empleados de forma productiva depende, por tanto, de su capacidad de seguir el ritmo de los incrementos en la productividad social.
Históricamente, no ha sucedido así. A nivel mundial, el número de asalariados empleados productivamente —primero en la agricultura y ahora en la industria— ha disminuido en relación con la población mundial. Este es el verdadero significado de la «desindustrialización» que se ha producido a lo largo de los últimos treinta años. Aunque, por supuesto, sea fácil demostrar que sigue habiendo mucha producción industrial, y no sólo en países exportadores importantes como China, a escala mundial la proporción de trabajadores empleados en la industria lleva disminuyendo casi dos décadas10. Como explicamos en el artículo siguiente, el resultado ha sido un aumento de los empleos escasamente remunerados (y formalmente subsumidos) del sector servicios, e inmensas barriadas en lo que hasta hace poco se conocía como «tercer mundo».
Si la reproducción del modo capitalista de producción tiene lugar fundamentalmente a través de la doble reproducción de los trabajadores como trabajadores y del capital como capital, cada uno de ellos produciendo al otro, si las dos ruedas del doble molinete se encuentran en el punto de producción a través de la mediación de la forma-salario, entonces, a medida que el capital tienda a convertir a la población proletaria en superflua para la producción, la integridad del doble molinete se ve deteriorada11. Cada vez se trata menos de una relación recíproca y cíclica en la que el proletariado reproduce al capital y el capital reproduce al proletariado. Más bien, el proletariado se convierte cada vez más en lo que el capital produce sin producir capital. En tanto población superflua para la producción capitalista, pero desprovista de toda forma autónoma de reproducirse, la población excedente se reproduce como efecto colateral de la producción capitalista. Dado que su reproducción no está mediada por el intercambio de trabajo productivo con el capital a cambio de un salario, no cierra el circuito con el capital, y su existencia aparece así como contingente o no esencial en relación con la del capital12. Una población excedente tan consolidada representa la desintegración potencial del doble molinete de la reproducción capitalista.
En el concepto de trabajador libre está ya implícito que él mismo es pauper: pauper virtual. [...] Si ocurre que el capitalista no necesita el plusvalor del obrero, éste no puede realizar su trabajo necesario, producir sus medios de subsistencia. Entonces, si no puede conseguirlos a través del intercambio, los obtendrá, caso de obtenerlos, sólo de limosnas que sobren para él del rédito13.
Para Marx, en la medida en que no tiene para vender más que su propia fuerza de trabajo, y ni siquiera tiene garantizada la posibilidad de hacer esto, el trabajador es un pobre virtual. Para la población excedente consolidada cuya reproducción ha dejado de ser mediada por el intercambio de trabajo productivo a cambio de un salario, este empobrecimiento se ha vuelto real. Es la fuerza de trabajo que la clase de «pobres virtuales» tiene que vender la que a largo plazo reduce a ésta a una clase de indigentes reales. Por tanto, la proletarización de la población mundial no se limita a adoptar la forma de la transformación de todo el mundo en trabajadores productivos, pues incluso en el caso de que se vuelvan productivos para el capital, en última instancia estos mismos trabajadores producen su propia superfluidad para el proceso de producción.
A medida que disminuye la parte de la población mundial cuya reproducción está mediada por el intercambio de trabajo productivo a cambio de un salario, la forma-salario como mediación fundamental en la reproducción social se vuelve cada vez más difusa. Bajo estas condiciones cambiantes, el horizonte de la relación de clase y las luchas en las que dicho horizonte aparece inevitablemente han de cambiar. En este contexto, los viejos proyectos de un movimiento obrero programático se vuelven obsoletos: su mundo era el de una fuerza de trabajo industrial en expansión, en el que el salario aparecía como el eslabón fundamental de la cadena de la reproducción social, en el centro del doble molinete donde capital y proletariado se encuentran, y en el que cierto carácter recíproco de las reivindicaciones salariales —un «si queréis esto de mí, yo os exijo esto»— podía dominar el horizonte de la lucha de clases. Ahora bien, como consecuencia del crecimiento de las poblaciones excedentes, es esta misma reciprocidad la que queda en entredicho, y la forma-salario pierde centralidad como locus de la impugnación. Tendencialmente, el proletariado no se enfrenta al capital en el centro del doble molinete, sino que se relaciona con él como una fuerza cada vez más externa, a la vez que el capital se topa con sus propios problemas de valorización.
En tales condiciones, la simple autogestión de la producción por el proletariado ya no aparece en el horizonte de la relación de clase. A medida que una proporción cada vez más reducida de la población proletaria se dedica a la producción —proporción que a su vez se vuelve cada vez más precaria a medida que compite potencialmente en el mercado laboral con una masa cada vez mayor de trabajadores excedentes— y a medida que la desintegración de los circuitos de reproducción del capital y del proletariado se acelera, el horizonte de la superación de esta relación quizá resulte apocalíptico: el capital abandona paulatinamente un mundo en crisis y se lo lega a su superflua prole. Sin embargo, la crisis de la reproducción de la relación de clase capitalista no es algo que simplemente va a sucederle al proletariado. Al estar en juego su propia reproducción, el proletariado no puede sino luchar, y es la reproducción misma lo que se convierte en contenido de sus luchas. A medida que la forma-salario pierde centralidad en la mediación de la reproducción social, es la propia producción capitalista la que aparece como cada vez más superflua para el proletariado: es aquello que nos convierte en proletarios, y después nos deja aquí tirados. En tales circunstancias, el horizonte se presenta como un horizonte de comunización, de tomar directamente medidas para detener el movimiento de la forma-valor y reproducirnos a nosotros mismos sin capital.
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