Ambas falacias mencionadas anteriormente fueron elementos de la historia que el movimiento obrero se narraba a sí mismo por medio de sus líderes y teóricos. La primera falacia, la visión etapista, progresista, de la historia, era un componente básico del pensamiento burgués del siglo XIX, desde Ranke a Comte a Spencer, uno que resultó particularmente atractivo para los escribas oficiales del movimiento obrero. Kautsky, Bernstein y Plejánov, así como Lenin, Luxemburg y Lukács, se entusiasmaron con la idea de que su revolución heredaba el bastón de una anterior, la llamada “revolución burguesa”, a la que veían como el resultado inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas y del creciente poder de una burguesía urbana. En sus primeros escritos Marx mismo suscribió a esta visión de las etapas inevitables pero, como veremos en el epílogo, “La Idea del Movimiento Obrero”, terminó rechazándola en sus escritos tardíos sobre el Mir Ruso.
En esta sección mostramos que el Marx “del final” tenía razón en repudiar la perspectiva etapista que él mismo había promulgado. Excepto en Inglaterra, el capitalismo no se desarrolló in nuce dentro del antiguo régimen; las revoluciones burguesas europeas, cuándo y dónde tuvieron lugar, no fueron realmente burguesas.1 Por el contrario, hallaron su base principalmente en las tensiones internas del antiguo régimen, esto es, en primer lugar, en la competencia en curso por entonces entre los campesinos y las élites que extraían un ingreso de sus trabajos, y en segundo lugar, en la competencia entre facciones de la élite, que competían por la dominación. Como veremos, estos antiguos regímenes trataron de modernizarse en respuesta al despegue del desarrollo capitalista en el Reino Unido, y el expansionismo militar con el que este estaba asociado. Lo que finalmente condujo a intentos por establecer relaciones sociales capitalistas por decreto en el continente.
Con esto no queremos decir que el desarrollo capitalista no tuviera lugar fuera del Reino Unido y los Estados Unidos. Es solo que la revolución política que debía de acompañar a la revolución económica no tuvo lugar en suelo europeo. En consecuencia el establecimiento de normas liberales -con las promesas de sufragio universal (masculino), libertades individuales, y gobierno por medio de leyes debatidas en el Parlamento- no estaba garantizado. En lugar de eso el antiguo régimen, con su sistema de privilegios, mayormente se conservó, a la par del desarrollo capitalista en curso. Los privilegios de élite únicamente se suprimirían cuando la clase obrera hubiera completado las tareas políticas que la burguesía no llevaba hasta el fin. Tal fue el entorno social del surgimiento del movimiento obrero, y también del desarrollo de las perspectivas socialistas y anarquistas. El movimiento obrero tuvo que ganar su derecho a la existencia en un mundo donde tanto el campesinado como las élites del viejo régimen continuaban siendo fuerzas poderosas.2
De acuerdo con la opinión etapista de la historia anteriormente prevaleciente, el surgimiento del estado absolutista constituía ya un síntoma de la transición al capitalismo, que se suponía estaba en curso por toda Europa durante los inicios de la Edad Moderna. Los poblados crecían a la par que la actividad comercial de la burguesía; se daba por descontado que las revoluciones de 1789 y 1848 estaban señalando su ascenso al poder político. Pero de hecho, las revueltas campesinas en el momento álgido de las revoluciones modernas -que se extendieron desde 1789 hasta el final de la década de los ’60 – no tuvieron por resultado el dominio político del capital; antes bien, continuaron siendo en gran parte luchas de clases al interior del contexto del antiguo régimen. Las comunidades campesinas estaban luchando para liberarse de la dominación de los señores feudales. Sin embargo, el resultado de sus luchas “no sería la transición al capitalismo, sino el fortalecimiento de las relaciones sociales precapitalistas de propiedad”.3 Las revueltas campesinas tenían como objetivo reforzar la resistencia de sus comunidades a todas las formas de explotación -tanto capitalista como no capitalista.
Los campesinos podían proseguir sin los señores porque ya estaban establecido como una comunidad: poseían un “acceso directo a factores de producción -tierra, herramientas y trabajo- suficientes como para permitirles mantenerse a sí mismos sin tener que recurrir al mercado”.4 Bajo estas condiciones la eliminación de la dominación externa de los señores no iba alcanzar para que los campesinos quedaran librados a las relaciones sociales capitalistas. Para que esto sucediera las comunidades tenían que ser disueltas. Pero era difícil hacer que esto sucediera. Por una parte, las comunidades campesinas no se disolvían a sí mismas. Por la otra luchaban tenazmente contra los intentos de separarlos de la tierra. Por tanto los campesinos -como toda otra formación social no capitalista- no llegan a quedar imbricados necesariamente en los mercados. No existe una tendencia históricamente inevitable hacia la proletarización de la población mundial.
Si bien fue importante como un paso en dirección a la formación del Estado moderno, el surgimiento del absolutismo en Europa continental sólo estuvo indirectamente relacionado con la transición al modo de producción capitalista. El absolutismo surgió como consecuencia de que, a raíz de la Peste Negra, las comunidades campesinas de aquella región se volvieron más fuertes. Para los señores feudales era difícil extraer renta de los campesinos: “padeciendo una reducción de los ingresos, los señores locales eran a menudo demasiado débiles para hacer frente a los planes expansionistas de esos grandes competidores señoriales, los monarcas y príncipes, que extendieron su jurisdicción territorial a expensas [de los señores locales].”5 Sobre esa base el estado absolutista fue capaz de centralizar la actividad de extracción de la renta señorial bajo la forma de impuesto estatal (aunque sólo en un proceso altamente conflictivo, que enfrentó a las élites unas contra las otras). De este modo la riqueza de los estados absolutistas se logró estrujando a los campesinos de forma más severa. Todo desarrollo comercial que pudiera tener lugar en este contexto solo reflejaba los ciclos seculares de crecimiento y declive urbano. Si bien este proceso sentó las bases para lo que sería el Estado moderno, no hubo una transición al modo de producción específicamente capitalista que estuviera necesariamente implicada en estos desarrollos.
Igualmente, en el resto de Europa la fortaleza de los antiguos regímenes continuó siendo un rasgo constante del paisaje. Pero fuera de Europa Occidental esto no se debía a que los campesinos estuvieran volviéndose más fuertes. Antes bien era consecuencia de que sus comunidades eran débiles. En Europa del Este, donde los territorios habían sido colonizados en épocas más recientes, los señores mantuvieron un estricto control sobre los campesinos. Incluso después de la Peste Negra los señores fueron capaces de mantener a los campesinos en condiciones de servidumbre, en algunos casos hasta entrado el siglo XX, sin haberse visto obligados a centralizar la extracción señorial.
¿Y más allá de Europa? Marx había esperado que el colonialismo europeo llevara el capitalismo al resto de la mundo.6 Sin embargo las administraciones coloniales, incluso tan tarde como en los años ’20 y ’30, sólo acabaron por reforzar el poder de las élites locales que gobernaban, de diferentes maneras, sobre varias sociedades agrarias. Donde esas élites no existían, por ejemplo en algunas partes de África subsahariana, las potencias coloniales designaron ciertos individuos como “jefes tribales”, a veces inventando este papel de la nada. El objetivo del colonialismo no era proletarizar a la población, dando inicio a una transición a relaciones sociales plenamente capitalistas. Por el contrario, el propósito estribaba en reforzar las relaciones sociales existentes en el campo -acorralando primero a los “nativos” y luego proletarizándolos parcialmente- con el fin de asegurar el espacio y la mano de obra necesarios para limitados proyectos de extracción de recursos.
Fue sólo en Inglaterra que las relaciones sociales capitalistas emergieron como un desarrollo imprevisto fuera del antiguo régimen. Aquí, la lucha de clases en ese contexto tuvo un resultado novedoso. Después de la Peste Negra, comunidades campesinas fuertes ganaron la libertad formal, si bien los señores bien organizados se aseguraron el derecho a cobrar renta sobre las tierras que los campesinos cultivaban. Estos últimos llegaron a depender del mercado por vez primera. A ello siguió una verdadera revolución agrícola, signada por la consolidación de los latifundios y la adopción de nuevas técnicas, así como el crecimiento de la división del trabajo en el campo. La productividad agrícola aumentó, y esto a su vez fomentó el crecimiento demográfico y la urbanización. Aquello no se parecía en nada a lo que estaba sucediendo en cualquier otro lugar en Europa, o cualquier otro lugar del mundo.
Este patrón de desarrollo capitalista acrecentó el poder militar del estado en Gran Bretaña. El desequilibrio de poder Europeo resultante condujo a una lógica de conquista territorial por medio de la cual el Imperio Británico llegaría eventualmente a cubrir una cuarta parte de la superficie de la Tierra. Como respuesta los estados absolutistas de Europa continental trataron (y fallaron) de racionalizar sus imperios, lo que los llevó a crisis fiscales y sociales, la más famosa de las cuales condujera a la Revolución Francesa. Para las élites fuera de Gran Bretaña el cambio de régimen se mostró por tanto como una necesidad política. De lo contrario caerían más atrás en el plano militar, como quedó demostrado en el curso de las guerras napoleónicas. Las élites tuvieron que hallar la manera de introducir relaciones sociales capitalistas por decisión política -y hacerlo lo más rápido posible: “en tanto que Gran Bretaña careció de una política para ‘industrializar’, a partir de entonces la mayoría de los países han tenido una estrategia para emular su éxito”7 Aquella estrategia llegó a ser conocida, al menos en la literatura económica, como “desarrollo tardío”.
El punto clave es que, a mediados del siglo XIX, el desarrollo tardío se basó en alianzas entre la clase capitalista y las élites del viejo régimen: “Hierro y Centeno”. De hecho, a menudo no estaba claro si había alguna separación entre estas clases, a partir de la cual establecer alianzas: el surgimiento de una burguesía era a menudo simplemente un aburguesamiento parcial de una sección de la aristocracia. En lo que respecta al desarrollo tardío, “la década de 1860 fue una coyuntura fundamental. Presenció la Guerra Civil de Estados Unidos, la unificación de Alemania, la unificación de Italia, la emancipación de los siervos de Rusia y la Restauración Meiji en Japón.”8 Mientras que las guerras y los conflictos internos en la década de 1860 sirvieron para consolidar el poder de las élites sobre los territorios, el proteccionismo en la década de 1870 creó un espacio para la industria nacional. También protegió a las clases campesinas contra las importaciones de granos de los Estados Unidos y de Europa del Este.
Algunos de los países donde las élites hicieron juegos de poder sobre esta base fueron capaces de ponerse al día con Gran Bretaña, uniéndose así al club de los países ricos: “No sólo Europa continental y América del Norte superaron a Gran Bretaña en producción industrial entre 1870 y 1913, sino que incluso lograron darle alcance en destreza tecnológica.”9 Sin embargo, la naturaleza del desarrollo tardío aseguró que las élites del viejo régimen y el campesinado persistieran. En el continente, “la industrialización resultó ser compatible con la preservación de una clase dirigente agraria firmemente arraigada y un estado dinástico de sello conservador y militarista. Aquella se llevó a cabo sin la destrucción del campesinado como clase y dio chances para el surgimiento de un estrato de campesinos prósperos produciendo para el mercado.”10 El antiguo régimen entró en declive en Europa sólo después de la Primera Guerra Mundial. Y luego, después de haber retornado a escena cojeando, fue diezmado en la Segunda: las élites del viejo régimen fueron finalmente liquidadas solo con la llegada del Ejército Rojo, que -habiendo ya erradicado al Zar y a la aristocracia rusa en la Guerra Civil- abría ahora un sendero de matanzas en dirección a Prusia, corazón del antiguo régimen en Europa central.
Sin embargo, incluso entonces, el antiguo régimen persistió en el resto del mundo, fortaleciéndose al aliarse con otras clases en los movimientos anti-coloniales de mediados del siglo XX. Sin una guerra internacional (en la escala de las Guerras Mundiales) que podría haber unificado las naciones y fortalecido las manos de los desarrollistas, resultó difícil desalojar dichas élites. La tarea de hacerlo se hizo aún más difícil en el contexto global de las intervenciones imperialistas: los EE.UU. temían que cualquier intento de verdadera reforma agraria conduciría inevitablemente a la revolución comunista y al contagio regional. Y, en efecto, donde las élites no fueron derrotados por la revolución comunista, lograron conservar gran parte de su control, tanto de la política como de la economía. Todavía se da el caso, hoy día, en que muchas economías nacionales de países de bajos ingresos son monitoreadas por un puñado de clanes familiares y sus séquitos.
Fue en el contexto de “la persistencia del antiguo régimen” que las nuevas ciudades industriales por primera vez se materializaron en Europa continental, durante la segunda mitad del siglo XIX.11 En ciertos lugares las ciudades surgieron como consecuencia de la transformación de pueblos medievales; en otros lugares las aglomeraciones urbanas surgieron donde sólo habían existido pequeñas villas. En cualquier caso, a finales del siglo XIX, la velocidad de la urbanización no tenía precedentes. Eso fue cierto a pesar del hecho de que, durante todo este período, continuaba habiendo un número considerable de campesinos. De los grandes embalses en el campo, los campesinos fluyeron a las ciudades -en lento goteo o en torrentes- ya porque habían perdido sus tierras debido a la expropiación, o bien porque, a causa del crecimiento demográfico, sus padres no tenían suficiente tierra para repartir entre la totalidad de sus descendientes.12
Sin embargo, las personas no fueron sólo empujadas hacia las ciudades; también fueron atraídas por ellas. La ciudades ofrecían una verdadera, si bien parcial, emancipación respecto del patriarcado rural, de la ley del padre así como la del señor. La total dependencia de los niños respecto de sus padres se basaba en el hecho de que era la tierra -no el trabajo- el factor productivo limitante en las zonas rurales, como así también la fuente real de la riqueza social. Los hombres tenían que recibir la tierra de sus padres en herencia, o adquirirlas con los recursos de sus padres; del mismo modo, con el fin de casarse, las mujeres necesitaban dotes, que sólo los padres podían proporcionar. Esta era la fuente de un poder paternal autoritario: los niños no podían tomar decisiones sobre su propia vida. No podían permitirse el lujo de molestar a sus padres. La posibilidad de encontrar trabajo en una ciudad cercana interrumpió esa relación ancestral: la autonomía de los jóvenes se alcanzó por medio del salario. En ese sentido, las relaciones sociales capitalistas extendieron una característica previamente existente en las ciudades medievales, delimitando una zona de relativa libertad en un mundo de restricciones.
Aunque esa libertad sólo se logró en un contexto de gran peligro. Las instalaciones en las que los proletarios trabajaban eran construidas a toda prisa. Sus trabajos demandaban de ellos el manejo de maquinaria letal, con escaso aire fresco o luz diurna. Los capitalistas encontraron que no tenían que preocuparse por las condiciones de trabajo que ofrecían. Porque no importaba lo malas que fueran esas condiciones, los jóvenes proletarios, a menudo recién llegados del campo, de cualquier modo hacían fila para conseguir trabajo; incluso se peleaban por él. Aparecieron conflictos internos entre los campesinos que arribaban de pueblos diferentes, hablando dialectos mutuamente ininteligibles, incluso idiomas por completo diferentes. Los capitalistas ponían a los trabajadores uno contra el otro de modo de asegurar bajos salarios y una dócil mano de obra. El mismo tipo de conflictos y disputas internas aparecieron en las residencias proletarias.
En este nuevo y extraño mundo, pleno de sufrimiento, las libertades proletarias crearon oportunidades para la autodestrucción: “si al final de la semana el trabajador había guardado lo suficiente para poder olvidar durante unas pocas horas el infierno que había vivido, emborrachándose con el peor licor, eso era lo máximo que podía lograr. La consecuencia inevitable de tal estado de cosas fue un enorme aumento de la prostitución, el alcoholismo y la delincuencia.”13 Los hogares estaban siempre a un paso de la miseria, y por tanto podían ser empujados a la mendicidad, la pequeña delincuencia, o el trabajo sexual cuando uno de sus miembros se volvía alcohólico.14 En la nueva ciudad industrial era fácil caer y difícil levantarse. Eso era más cierto aún en la medida que trasladarse a las ciudades significaba cortar los lazos de apoyo que existían en las comunidades rurales. Tampoco iban los capitalistas a ayudar a los trabajadores a sobrevivir: en condiciones de competencia capitalista y un exceso de oferta de mano de obra, los empleadores no podían permitirse el lujo de preocuparse de si cualquier trabajador individual o su familia sobrevivían.marchingbooze
Esto era de esperarse: después de todo, la clase obrera solo se emanciparía por sí misma.15 Y sin embargo, en contra de la narrativa del movimiento obrero, el desarrollo de las fuerzas productivas no tendía a fortalecer a la clase trabajadora dando a luz al trabajador colectivo. El movimiento obrero daba por supuesto que este trabajador colectivo iba a ser un subproducto del sistema fabril: que este estamparía su forma universal sobre sus víctimas, aniquilando sus relaciones con el pasado (que se mantuvo en torno a ellos, en forma de villas por fuera de los límites de la ciudad); la clase-en-sí se convertiría entonces en clase-para-sí. Pero eso no sucedió de forma automática. La mayoría de los trabajadores no eran siquiera trabajadores fabriles. Y, en cualquier caso, los que trabajan en las fábricas a menudo estaban divididos entre ellos, no sólo por la habilidad, o su posición dentro de la división del trabajo, sino también por la religión y las costumbres. ¡Muchos ni siquiera hablaban el mismo idioma! A falta de una base para la solidaridad, los proletarios tenían dificultades para convencer a sus compañeros de trabajo de arriesgar sus puestos yendo a la huelga por el bien común. La clase obrera era una clase que no tendió a expresarse a través de huelgas sino por medio de revueltas.
Las periódicas explosiones de revueltas urbanas dieron lugar a lo que llegó a conocerse como “cuestión social”. ¿Qué querían los trabajadores? ¿Y qué haría falta para apaciguarlos? En un primer momento, de hecho, pareció que no había ninguna necesidad de apaciguar a los trabajadores: a medida que los capitalistas expandían la producción su poder sobre ellos sólo aumentaba. Por otra parte, cuando los proletarios hacían revueltas, la clase propietaria halló que podía llamar al ejército y a la policía para golpearlos o disparares por perturbar la paz. Contra estas intervenciones represivas, el proletariado contaba con pocos recursos en los que basarse.
Necesitaban organizarse. De acuerdo con lo que se llegó a ser la teoría revolucionaria prevaleciente, los trabajadores necesitaban organizarse para conseguir los derechos que les ayudaran en su lucha posterior. Necesitaban el derecho de reunión y la libertad de la prensa. Necesitaban obligar al ejército y la policía a permanecer neutrales ante la lucha de clases.16 Para lograrlo -según establecía la teoría- los trabajadores necesitan obtener poder a nivel político: tenían que lograr el derecho al voto. Sobre esta base podrían formar un partido de clase que compitiera por el poder en las elecciones nacionales. Esta perspectiva política se vio reforzada en casi todas partes por la falta de alternativas: “Si bien las huelgas orientadas hacia las extensiones del sufragio tuvieron éxito en Bélgica y Suecia, el uso de huelgas de masas por objetivos económicos resultaron invariablemente en desastres políticos: en Bélgica en 1902 … Suecia en 1909 … Francia en 1920 … Noruega en 1921 … y Gran Bretaña en 1926 … Todas estas huelgas fueron derrotadas; en los períodos que las siguieron los sindicatos fueron diezmados y se aprobó una legislación represiva.”17
El problema para los trabajadores, cuando probaban la vía parlamentaria, era que el antiguo régimen controlaba la política. Las clases bajas “no estaban llamadas a compartir … las prerrogativas de los seres humanos con plenos derechos”, aquellos que conformaban la élite.18 Existía una base material que subyacía a esta perspectiva: las élites temían que el reconocimiento de las clases más bajas como iguales, aún formalmente, socavaría las bases de su poder en el campo: tal poder no se basaba en el éxito en los mercados libres, sino en un estricto control del acceso a recursos limitados -incluyendo los derechos a poseer tierras y los derechos a la minería, la tala o el pastoreo de animales en esa tierra – todo lo cual estaba determinado por privilegios de élite.19
Como finalmente resultó, la burguesía en Europa no desplazó a esas élites como había esperado el movimiento obrero. En lugar de ello, los propietarios de fábricas se desarrollaron al interior del antiguo régimen, a menudo tomando títulos nobiliarios. Para defender sus intereses la clase propietaria apeló tanto al privilegio como a la economía liberal. También existió una base material que subyacía a esta perspectiva: los capitalistas se beneficiaban de la falta de libertad de los trabajadores. Especialmente en la agricultura y en la extracción de recursos, destinados a los mercados internacionales, los empresarios no necesitaban que los trabajadores fueran totalmente libres para obtener un beneficio. Los propietarios de plantaciones, dedicados a la producción de todo tipo de materias primas y productos agrícolas, se beneficiaron estupendamente del empleo de esclavos. En la estepa rusa el grano exportado era producido por semi-siervos. Por lo tanto, el desarrollo capitalista no condujo automáticamente a la doble libertad que Marx describiera como su base: los trabajadores no estaban siendo transformados en vendedores de mercancías formalmente libres que asimismo eran libres del acceso a los medios de producción. Sólo algunos trabajadores obtuvieron el derecho económico de vender su fuerza de trabajo; menos trabajadores lograron los derechos políticos de igualdad ciudadana.
El antiguo régimen no sentía más que desprecio por los reclamos de los trabajadores de igualdad económica y política plenas, con el argumento de que no lo merecían porque carecían del auto-control y la independencia que derivan del hecho de ser propietario. Por el contrario, los barrios proletarios estaban llenos de formas no convencionales y extáticas de creencias religiosas. Los borrachos mendigaban en la calle, mientras que en los puertos y parques públicos la prostitución proletaria y la homosexualidad masculina perturbaban las sensibilidades refinadas. Estas indecencias se convirtieron en objeto del periodismo sensacionalista; las élites reían y miraban boquiabiertas la anomia y la penuria de la vida proletaria. Los trabajadores con mentalidad política percibían que esto era un problema, no sólo para su imagen sino también para su capacidad de organización: ¿cómo iban los trabajadores a ganar el voto -por no decir abolir la sociedad de clases- si ni siquiera podían mantener sus propias casas en orden?
Con el fin de abolir la sociedad de clases los trabajadores necesitaban obtener reformas, y para poder hacerlo primero tenían que mostrarse a sí mismos como capaces y dignos de poder. La dificultad que enfrentaban era doble. En las ciudades, los trabajadores tenían que aclimatarse a peligrosas condiciones de la vida. Procedentes de diferentes pueblos (y portando tan diversas experiencias), tuvieron que encontrar la manera de organizarse en forma unitaria. Mientras tanto, en los estados liberales recientemente cre
ados, los trabajadores enfrentaban el odio de sus superiores sociales, que buscaban cualquier excusa para excluirlos de la sociedad civil. En respuesta a estos problemas, el movimiento obrero se constituyó a sí mismo como un proyecto: los proletarios lucharían por su derecho a existir. Ellos mostrarían que había dignidad y orgullo en ser trabajadores; la cultura de los trabajadores era superior a la de otras clases sociales. Eric Hobsbawm sugiere que “ningún término de la clase obrera de mediados del siglo XIX es más difícil de analizar que la “respetabilidad”, ya que expresa al mismo tiempo la penetración de los valores y normas de la clase media, como las actitudes sin las que el auto-respeto de la clase obrera habría sido difícil de alcanzar, y un movimiento de lucha colectiva imposible de construir: sobriedad, sacrificio, aplazamiento de la gratificación”.20 Esta noción de respetabilidad de mediados de siglo adoptó con posterioridad una forma madura, a finales del XIX y principios del XX, en los más elaborados programas y proyectos de movimiento obrero, en todas las formas que adoptó: como partidos socialistas y comunistas, como sindicatos anarquistas, y como otras diversas fuerzas revolucionarias.
Como apoyo a la pretensión de respetabilidad por parte de los trabajadores había una visión de su destino, con cinco principios:
(1) Los trabajadores estaban construyendo un nuevo mundo con sus propias manos. (2) En este nuevo mundo los trabajadores eran el único grupo social que estaba en expansión; mientras que todos los demás grupos se estaban reduciendo, incluyendo la burguesía. (3) Los trabajadores no sólo se estaban convirtiendo en la mayor parte de la población; también se estaban convirtiendo en una masa compacta, el trabajador colectivo, que estaba siendo forjado en las fábricas en concierto con las máquinas. (4) Eran por tanto el único grupo capaz de gestionar el nuevo mundo de acuerdo con su lógica interna: ni una jerarquía de los que ordenan y los que obedecen ni la irracionalidad de las fluctuaciones del mercado, sino más bien una división del trabajo cada vez más refinada.(5) Los trabajadores estaban demostrando la verdad de esta visión, ya que la clase se daba cuenta de lo que estaba en juego en una conquista del poder, cuyo logro haría posible abolir la sociedad de clases, y por lo tanto terminar con la prehistoria del hombre.21
Esta visión no era algo implantado desde el exterior, la transformación de un movimiento reformista en uno revolucionario. Para armarse del valor necesario para asumir riesgos y hacer sacrificios los trabajadores necesitaban creer en un mundo mejor, uno que ya estaba en proceso de realizarse. Su victoria supuestamente estaba garantizada: era una necesidad histórica pero también, paradójicamente, un proyecto político. Son precisamente la simplicidad y la obviedad de estos principios, su atractivo inmediato, lo que explica el crecimiento exponencial del movimiento entre 1875 y 1921.
Como ya se mencionara, en el centro de la visión obrerista yacía una figura mítica: el trabajador colectivo -la clase en-y-para-sí, la clase como unificada y sapiente de su unidad, nacida en el espacio de la fábrica. El trabajador colectivo estaba tanto presupuesto a la acción organizativa de los trabajadores como postulado por medio de ese esfuerzo de organización. Pero, en gran medida, el trabajador colectivo no existió por fuera de los intentos del movimiento por construirlo.22 Los teóricos del movimiento obrero jamás podrían haber admitido que este era el caso. Hablaban del sistema fabril como si este proviniera del futuro: el desarrollo del sistema fabril supuestamente era una consecuencia de la “socialización progresiva del proceso de producción”, que creaba “los gérmenes del futuro orden social”.23 Existía la expectativa de que el sistema fabril socializado también prepararía a los trabajadores para una existencia socialista, convirtiéndolos de un conjunto dispar de clases trabajadoras en una fuerza de combate unificada -el proletariado industrial- forjado en la planta fabril.
En realidad esta transformación no tuvo lugar automáticamente. El sistema fabril no era un viajero del tiempo que venía del futuro. Era la forma adoptada por la producción al interior de sociedades capitalistas desarrolladas. Como tal, no encarnaba la “unidad real” de un mundo por venir, sino más bien la unidad-en-la-separación de este mundo. El sistema fabril, en sí mismo, no tendió a unificar la fuerza de trabajo de una manera que beneficiara a los trabajadores que participaban en la lucha -o al menos no fue esto lo único que hizo. Puede que el desarrollo capitalista haya disuelto algunas diferencias preexistentes entre los trabajadores, pero reforzó o creó otras divisiones, particularmente como consecuencia de la división del trabajo (esto es, principalmente alrededor de la calificación, pero también alrededor de las divisiones de tareas por “raza” y género, así como de acuerdo con la antigüedad, el idioma, la región de origen, etc.).
Mientras tanto, afuera de las puertas de la fábrica, los trabajadores continuaban estando en conflicto entre sí. Tenían que cuidar de sí mismos, así como de sus parientes: “La similitud de la posición de clase no da lugar necesariamente a la solidaridad, ya que los intereses que los trabajadores tienen en común son precisamente aquellos que los ponen en competencia entre sí, en primer lugar cuando impulsan a la baja los salarios en su búsqueda de empleo”.24 Dado que nunca había suficientes puestos de trabajo para todos (la existencia de un exceso de población era una característica estructural de las sociedades construidas en torno a la explotación capitalista), las lealtades de religión, “raza” y “nación” hicieron posible que algunos trabajadores progresaran a expensas de los demás. En la medida en que los trabajadores no se encontraban ya organizados sobre bases clasistas -y no había ninguna necesidad estructural, pre-determinada, para que lo estuvieran- poseían un interés real en el mantenimiento de su individualidad, así como de sus lealtades extra-clase.
Esta era la melé a la que el movimiento obrero se lanzó. El movimiento alentó a los trabajadores a olvidar su especificidad y todo lo que se suponía procedía del pasado. Los trabajadores debían dirigir su mirada hacia el futuro; debían mezclarse activamente en la generalidad del trabajador colectivo. Aquí estaba la esencia del movimiento obrero. Los sindicatos y las cámaras de trabajo, así como las organizaciones sociales, unieron a los proletarios sobre la base de los oficios, los barrios o los pasatiempos. A continuación, un interés general de los trabajadores se conformó a partir de estas organizaciones locales. Los partidos socialdemócratas y comunistas y las federaciones anarquistas dieron cuerpo al trabajador colectivo a nivel nacional.
Estas organizaciones no podrían haber tenido éxito en sus tareas sin, al mismo tiempo, basarse en una identidad afirmativa de clase. En tanto hacían sacrificios en nombre del movimiento obrero, los trabajadores no estaban actuando de acuerdo a su interés inmediato. Decir que afirmaron una identidad compartida es decir que el movimiento logró convencer a los trabajadores de suspender sus intereses como vendedores aislados en un mercado laboral competitivo y, en cambio, actuar de acuerdo con el proyecto colectivo del movimiento obrero.
En la medida en que los trabajadores estaban dispuestos a creer que ser solidarios era moralmente necesario, fueron capaces de llevar a cabo -parcialmente y de manera irregular- la consigna de que “un ataque contra uno es un ataque contra todos”. Esta frase no describió nunca una verdad preexistente sobre la clase obrera; era, en cambio, un mandato ético. Pero a medida que los trabajadores aceptaban este mandato sus intereses como individuos comenzaron a cambiar: estos intereses fueron simplificados, acotados, incluso completamente redefinidos, si bien también parcialmente satisfechos.25 Gracias a ello la competencia entre los trabajadores fue silenciada, pero sólo durante el tiempo que la ética y la identidad compartidas podían ser mantenidas.
En ese sentido, el movimiento obrero fue un aparato, una máquina urbana, que unía a los trabajadores y los mantenía unidos.26 Tal unión no ocurrió sólo en las fábricas.
Este continuó siendo uno de los equívocos más duradero en la izquierda: los ‘movimientos de los trabajadores’ implicaban un socialismo cuyo origen era el lugar de trabajo, centrado en las huelgas, y llevado a cabo por militantes trabajadores masculinos; sin embargo esos movimientos tuvieron en realidad una base más amplia, en tanto requerían también de los esfuerzos de las mujeres en los hogares, los barrios, y las calles.27
El trabajador colectivo se fue armando en las ciudades a partir de un surtido de organizaciones populares de trabajadores: “cajas de ahorro, fondos de salud y pensiones, periódicos, academias populares extramuros, clubes de obreros, bibliotecas, coros, bandas de música, intelectuales comprometidos, canciones, novelas, tratados filosóficos, revistas científicas, folletos, gobiernos locales bien arraigados, sociedades promotoras de la sobriedad -cada uno con sus propias costumbres, maneras y estilos”.28 Gracias a esta organizaciones los proletarios fueron conducidos a olvidar que eran corsos o lyoneses; eran trabajadores. La clase llegó a existir como una identidad abstracta que podía ser afirmada, dignificada y de la cual estar orgullosos.
Así es como el movimiento obrero resolvió los problemas de adaptación del flujo constante de nuevos migrantes rurales a las ciudades industriales, y de hacerlos respetables. La respetabilidad involucró tres operaciones. (1) El movimiento difundió nuevos códigos de comportamiento, ya sea copiados de la cultura burguesa, o directamente opuestos a ella (normas familiares heterosexuales, sobriedad). (2) El movimiento proporcionó un sentido de comunidad, en orden de ayudar a los trabajadores a superar la dislocación social que conllevaba la migración a las ciudades. Las organizaciones comunitarias reforzaban los nuevos códigos al tiempo que proveían a las necesidades espirituales de sus miembros. Y (3) el movimiento edificó instituciones que apoyaban las luchas de los trabajadores por transformar su situación material -y para evitar que personas o familias cayeran en el descrédito (los sindicatos y partidos no sólo luchaban por mejores salarios y condiciones, sino también por planes de salud pública, esquemas de bienestar, pensiones para los ancianos y los enfermos, y otros por el estilo).
Las dos primeras de estas operaciones contribuyeron con la tercera, mientras que fue la tercera la que llevó a la clase al conflicto con los marcos jurídicos y políticos de la época. Los trabajadores eran compelidos a luchar “contra el trono y el altar, por el sufragio universal, por el derecho de agremiación y de hacer huelga”.29 Se hacía necesario asumir riesgos y hacer sacrificios, pero ambos podían ahora justificarse gracias al modo en que el movimiento se percibía a sí mismo -como una comunidad moral que luchaba por establecer un mundo mejor, guiada por las luces de la producción racional y la distribución equitativa.
En realidad esta comunidad moral fue una construcción ad hoc sostenida por un bello sueño. Lejos estaba de ser una realidad irrefutable: “lo que, desde un punto de vista, parecía una concentración de hombres y mujeres en una única “clase obrera”, se podía ver desde otro lado como una gigantesca dispersión de fragmentos de sociedades, una diáspora de comunidades nuevas y antiguas.”30 Los trabajadores retuvieron o preservaron sus vínculos con el pasado, y lo hicieron de muchas maneras diferentes. Los tradicionales gremios de artesanos dieron paso a los sindicatos, grupos étnicos y religiosos se erigieron en las nuevas ciudades, y la mayoría de los nuevos trabajadores retuvieron sus lazos con las familias campesinas.
Mientras que los trabajadores no olvidaban tan fácilmente sus lazos con las antiguas comunidades, los activistas del movimiento consideraron esos vínculos cada vez más como un obstáculo: “la historia del mundo no puede dar marcha atrás”, proclamaba la Unión alemana de Trabajadores del Metal (DMV), “a fin de salvar a los afiladores de cuchillos” y su mentalidad artesanal.31 Sin embargo, en muchos casos, la cultura de la solidaridad que los activistas estaban tratando de construir se basaba precisamente en estos remanentes, en tanto había sido forjada en las experiencias de los campesinos y artesanos. La idea de que el trabajo dignificaba -que uno debe identificarse con la propia esencia- era justamente una herencia proveniente de los artesanos. El movimiento trató de transferir los lazos de los artesanos a los “trabajadores-masa”, es decir, a los trabajadores semi-calificados de las fábricas, de quienes se esperaba se identificaran con la clase en su conjunto, al mismo tiempo que negaban cualquier intento por preservar sus oficios específicos.
La resistencia al proyecto del movimiento obrero tuvo lugar a menudo sobre esta base; se abrió así un conflicto entre la clase y sus organizaciones. Fueron a menudo los trabajadores que resistían la incorporación en la generalidad del trabajador colectivo los que llevaron a cabo las acciones más militantes. En muchos lugares la corriente más radical del movimiento obrero estuvo asociada -en contra de la teoría predominante de los socialdemócratas- con una defensa de la autonomía en el taller, es decir, con el derecho de los trabajadores a tomar decisiones acerca de la organización de la producción, incluso cuando esas decisiones frenaban el desarrollo de las fuerzas productivas. El conflicto era evidente en las ciudades de rápido crecimiento como Solingen, en el oeste de Alemania: “Cuando grupos como los fabricantes de afiladoras de cubiertos de Solingen adherían a los viejos ideales de un comunitarismo cooperativo de raíces locales basado en la autonomía artesanal, los nuevos estrategas del DMV [es decir, los estrategas de la Unión alemana de Trabajadores del Metal] festejaban el progreso técnico, la mejora material masiva, y un sindicalismo industrial adecuado a las estructuras de un capitalismo en continua racionalización”.32 Los socialistas y comunistas no vieron que sólo en la medida que los trabajadores tenían algo que decir sobre cómo se llevaba a cabo la producción era que estos eran capaces de identificarse con su trabajo como aquello que los definía como lo que eran realmente. Una vez que ese derecho y la experiencia que le correspondía desaparecieron, así también lo hizo la identidad de los trabajadores.
Nos hemos referido en otra parte al exceso de población como a la encarnación extrema de la dinámica contradictoria del capital.33 ¿Cuál es la relación entre el exceso de población y el lumpen-proletariado? ¿Son una y la misma cosa? Mientras que Marx se explaya ampliamente en El Capital sobre la población excedente, no hace ninguna referencia al lumpen-proletariado en esa obra; sólo usa la frase en sus escritos políticos. ¿Cómo fue que el “lumpen” se convirtió en un tema tan popular entre los revolucionarios, durante el transcurso del siglo XX?
El “lumpen-proletariado” llegó a ser una categoría clave para el movimiento obrero, en particular para los marxistas, tanto en sus variantes socialdemócrata como bolchevique. Los marxistas lanzaban maldiciones continuamente a supuestos lumpen-proletarios y anarquistas por igual, tanto es así que las dos categorías terminaron como significando la misma cosa. Según Rosa Luxemburg en Huelga de Masas, Partido y Sindicatos, “El anarquismo llegó a ser en la revolución rusa [de 1905], no la teoría del proletariado en lucha, sino la palestra ideológica del lumpen-proletariado contrarrevolucionario, que, como un cardumen de tiburones, se arremolina alrededor de la estela del acorazado de la revolución.”34
¿Quiénes eran esos lumpen-proletarios que predicaban la anarquía? Los intentos por definirlo no adoptaron por lo general la forma de un análisis estructural, sino más bien la de una larga lista de personajes sospechosos que caían sobre sí en una incoherencia frenética. Aquí tenemos la paradigmática discusión de Marx sobre el lumpen-proletariado, tomada del 18 Brumario de Luis Bonaparte: “Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpen-proletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas”. Estos lúmpenes consistían supuestamente en “vagabundos, licenciados de tropa, convictos fugados, esclavos huidos de las galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème.”35 ¿Hay algo de verdad en esta fantasía paranoica? ¿Acaso los convictos fugados y organilleros tienen un interés contrarrevolucionario en común con los mendigos, uno que los distingue de la masa común de trabajadores, aparentemente revolucionaria por naturaleza? Pensar esto es una locura.
El lumpen-proletariado era un fantasma que rondaba al movimiento obrero. Si este movimiento se presentaba como el movimiento por la dignidad de los trabajadores, entonces el lumpen era la figura del trabajador indigno (o más exactamente, el lumpen era una de sus figuras). Todos los esfuerzos por parte del movimiento por otorgar dignidad a la clase estaban supuestamente socavados por estas figuras disolutas: borrachos cantando en la calle, pequeños delincuentes y prostitutas. Las referencias al lumpen-proletariado daban cuenta de una simple verdad: era difícil convencer a los trabajadores de organizarse como trabajadores, ya que en su mayoría no estaban interesados en el socialismo: “una gran mayoría de los pobres, especialmente los muy pobres, no pensaban en sí mismos o se comportaban como ‘proletarios’, ni encontraban aplicables o relevantes a ellos a las organizaciones y los modos de acción del movimiento.”36 En su tiempo libre habrían preferido ir al pub que cantar canciones proletarias.
En la figura del lumpen descubrimos el lado oscuro de la afirmación de la clase obrera, un profundo odio de clase. Los trabajadores se veían a sí mismos como provenientes de un pantano pestilente: “En los comienzos de la industria moderna el término proletariado estaba asociado con la degeneración absoluta. Y hay personas que creen que este es todavía el caso.”37 Es más, el capitalismo empujaba continuamente a los trabajadores de nuevo al lodo. En consecuencia la tendencia del capitalismo a la crisis sólo podía terminar en una de dos maneras: la victoria de la clase obrera o su devenir lumpen.
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