Los trabajadores pudieron haber fallado en su ensayo para derrotar al antiguo régimen; nos hemos detenido suficiente en los numerosos obstáculos que tuvieron que afrontar. Pero a pesar de todo el movimiento tuvo éxito en la consecución de algunos de sus objetivos. El movimiento obrero dio forma a la historia (si bien no siempre del modo que se había propuesto). El que lo haya hecho, sostenemos, tuvo todo que ver con la aparición de industrias de infraestructura, es decir, industrias que producen bienes cuyo uso depende de la construcción de grandes redes de infraestructuras: carreteras, redes de electricidad, fontanería, torres de radio, etc.
Si la persistencia del antiguo régimen estableció la escena o proporcionó el escenario en el que el movimiento obrero nació, estas industrias de infraestructura proveyeron a continuación la acción dramática. Fue en y a través de su crecimiento que el drama del movimiento obrero tuvo lugar. Estas nuevas industrias se pusieron en línea al mismo tiempo que las de la primera revolución industrial estaban madurando -por ejemplo, procesamiento de los alimentos, textiles, trabajos en el metal y ferrocarriles. Tomando su lugar en tanto vanguardia, las industrias de infraestructura incluyeron, en un primer momento, todo lo relacionado con la electrificación y el acero: máquinas de afeitar, pan en rebanadas, radios y máquinas de precisión. A ello siguió el apogeo del llamado “Fordismo”: automóviles, refrigeradoras, lavadoras, y todo tipo de bienes de consumo duraderos. En conjunto estas industrias emplearon enormes masas de obreros semi-especializados.
Fue debido a que emplearan tantos trabajadores, e hicieran su empleo tan importante para el funcionamiento de la economía en general, que las industrias de infraestructura determinaron el curso del movimiento obrero. El crecimiento de estas industrias significó que, por un tiempo, el desarrollo de las fuerzas productivas realmente incrementó el tamaño y el poder de la mano de obra industrial. Los trabajadores fueron asimismo unificados dentro de masivos complejos industriales, que empleaban a miles de ellos a la vez. Por lo tanto el desarrollo parecía representar la creciente fuerza del proletariado y la relevancia cada vez menor de sus enemigos del viejo mundo.
Sin embargo, este crecimiento en unidad y poder resultó ser un fenómeno temporal. Ambos fueron arrasados en la década de 1970, cuando la industrialización tornó en desindustrialización. Mientras tanto, la expansión de las industrias de infraestructura no unificó a la clase como se esperaba. Por el contrario, profundizó la imbricación del proletariado dentro de la unidad-en-la-separación de las relaciones sociales capitalistas. La unidad-en-la-separación fue, en un principio, apenas un aspecto formal del intercambio mercantil. Pero con el tiempo, esta característica formal alcanzó su “realización” [en el sentido de Verwirklichung -NdT] en la transformación de la tierra -un revoltijo de acero y vidrio, hormigón y asfalto, cables de alta tensión- que tuvo lugar no sólo en el espacio de la fábrica sino también puerta afuera.
La producción en las industrias de infraestructura no tuvo una tendencia a la automatización. Eso hizo que estas industrias se diferenciaran de aquella en las que Marx estaba pensando en su famoso fragmento de las máquinas: una vez que las plantas químicas se habían construido, por ejemplo, como mucho tenían ser mantenidas o supervisadas. A diferencia de la producción de productos químicos, las industrias de la segunda revolución industrial requerían enormes cantidades de trabajo, no sólo para la construcción de las plantas, sino también, una vez construidas, para el montaje de los productos. El resultado fue un incentivo totalmente inesperado, desde el punto de vista de la teoría de Marx, para el crecimiento de la demanda de mano de obra.1 Sobre esta base, dos olas de fuerte crecimiento del empleo industrial tuvieron lugar en los 100 años posteriores a la muerte de Marx: a partir de la década de 1880 a 1914, y a continuación de nuevo desde la década de 1950 a 1973. Tanto el repunte de fin de siglo como el boom de la posguerra parecieron confirmar la creencia de los trabajadores en que el destino del capital y del trabajo estaban entrelazados: acumulación de capital era multiplicación del proletariado.
Este proletariado era, cada vez más, una clase respetable. Se convirtió en respetable en la figura del trabajador de la industria pesada, varón y semi-calificado (lo que no quiere decir que todos esos trabajadores fueran de sexo masculino, sólo que ellos eran imaginados de ese modo, idealmente). Esta figura llegó a ser hegemónica en el transcurso del movimiento obrero: al igual que el artesano, este podía definirse a sí mismo en relación con su trabajo. Eso fue así porque -al menos hasta la década de 1960, cuando la pérdida de la autonomía en el taller alcanzó un punto de inflexión- era capaz de ver su trabajo como una fuente de creciente poder colectivo. Él proporcionó un modelo para el resto de la clase: lo que podía ser, en lo que se estaba convirtiendo.
Los trabajadores semi-calificados no sólo proporcionaban un modelo, poseían también una característica que les confería una seguridad de la que carecían otros miembros de la clase. Eran difíciles de sustituir en forma inmediata, y ponían en movimiento enormes cantidades de capital fijo, que no tiene ningún valor cuando se lo deja inactivo. Aquella seguridad confirió una base sólida para luchar por las libertades de la clase en su conjunto. El tiempo del movimiento obrero fue sencillamente el tiempo del ascenso y declive del trabajador masculino semi-calificado y de las industrias en las que trabajaba. Juntos hicieron posible imaginar que el capital estaba unificando tendencialmente a la clase por medio de una identidad afirmativa de los trabajadores. Pero fue sólo en la medida en que aquellas industrias se estaban expandiendo que el movimiento obrero podía ver al trabajador semi-calificado como a su futuro siendo realizado en el presente. Una vez que esas industrias entraron en declive, el futuro glorioso declinó también.
Pero vamos a llegar a eso más adelante. Por ahora es importante señalar que, en el continente, las nuevas industrias que estaban surgiendo en esa época sólo lo hicieron en el contexto del desarrollo tardío. Como hemos visto anteriormente, el desarrollo tardío tenía sus raíces en las alianzas entre élites aristocráticas y capitalistas. Esas alianzas permitieron que las potencias europeas instituyeran el “sistema americano”.2 El sistema americano tenían cuatro componentes esenciales. Los regímenes de desarrollo tardío tuvieron que: (1) erigir aranceles externos para proteger las industrias nacientes; (2) suprimir los aranceles internos y apoyar la construcción de infraestructura, con el fin de unificar el mercado nacional; (3) proveer de fondos a grandes bancos, tanto para estabilizar la inflación como para dar impulso a la formación del capital nacional; e (4) instituir programas de educación pública, para consolidar la lealtad al estado, estandarizar el idioma nacional, y promover la alfabetización (la alfabetización era un requisito previo para una gran cantidad de trabajadores fabriles semi-calificados, así como para el trabajo de oficina).
El desarrollo tardío comenzó en la década de 1860 y principios de los ’70. Luego, en el transcurso de la Primera Gran Depresión (1873-1896), muchos estados abandonaron sus pretensiones de un liberalismo manchesteriano [Manchestertum]; comenzaron a intervenir decididamente en las economías nacionales. Que así lo hicieran hizo posible la construcción de una gran infraestructura, en la que corrían las nuevas industrias. Aquí estaban los canales, ferrocarriles y líneas telegráficas; aquí, también, las carreteras, los cables telefónicos, los gasoductos, las redes cloacales y eléctricas. En un primer momento, esta infraestructura fue unidimensional: los ferrocarriles y canales atravesaban de punta a punta el paisaje. Posteriormente fue adoptando dos (o incluso tres) dimensiones: redes viales, redes eléctricas y torres de radio cubrían zonas enteras.
Todo esto hizo necesario algún tipo de planificación urbana. Por ejemplo, el establecimiento de líneas de tranvía estuvo asociado con la separación de los barrios de clase trabajadora, por un lado, y por el otro de las zonas industriales (ya no era el caso de que los trabajadores tuvieran que vivir a poca distancia de sus lugares de trabajo).3 Estos distritos residenciales y comerciales tenían que ser diseñados con anticipación a la construcción de la infraestructura.
Este tipo de emprendimiento era a menudo demasiado difícil para los capitalistas, y no sólo debido a la magnitud enorme de la inversión requerida. Construir una infraestructura masiva requiere de un ejército de planificadores: para promover un amplio alcance, evitar la duplicación inútil y decidir sobre estándares industriales. Eso significó un papel cada vez mayor para el estado, en tanto único componente de la sociedad capaz de llegar a ser adecuado a esta tarea -la tarea de planificar la sociedad. El desarrollo tardío se dio junto a un aparato estatal creciente, más centralizado y a la vez más disperso que nunca antes (aunque este aparato se mantuvo relativamente pequeño hasta que las Guerras Mundiales estimularon su crecimiento).
El nuevo papel del estado transformó drásticamente las perspectivas proletarias del comunismo. En la teoría de Marx, no había habido ningún papel para el estado que jugar, ya fuera antes o después de la revolución. El capitalismo de libre mercado iba a ser reemplazado por el socialismo: esto es, la “planificación consciente de la producción por los productores asociados (en ninguna parte dice Marx: por el estado).”4 El modelo de planificación para Marx no estaba en el estado, sino en la cooperativa de trabajadores por una parte, y la sociedad por acciones por la otra. Del mismo modo, es suficientemente conocido que Engels sostuvo, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado que después de la revolución el estado iría a buscar su lugar en “un museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce.”5 Ninguno de los dos anticipó el enorme papel que jugarían los estados, en el futuro próximo, en las sociedades capitalistas. Tampoco se anticiparon por tanto al papel que el Estado jugaría en el imaginario socialista. Como dijera Kautsky:
Entre las organizaciones sociales existentes hoy en día no hay más que una que posea las dimensiones necesarias, que pueda ser utilizada como el terreno apropiado, para el establecimiento y desarrollo de la Comunidad Socialista o Cooperativa, y esa es el estado moderno.6
El desarrollo de la infraestructura comandado por el Estado reveló la irracionalidad del capital, pero de una manera peculiar. Parecía irracional consumir productos en forma privada cuando corrían sobre una infraestructura pública eficiente. ¿Por qué vender coches a particulares, cuando era posible construir redes de tranvías utilizados colectivamente? ¿Por qué no planificarlo todo? El socialismo se convirtió en una visión de la extensión infinita del estado -de una sociedad parcial a otra totalmente planificada.7
Esta nueva visión generó debates entre los revolucionarios: ¿cómo llegaría a existir este estado total planificador, por medio de la nacionalización o de la socialización? ¿Sería todo dirigido desde arriba, por parlamentos nacionales, o sería necesario sustituir en su totalidad ese aparato burgués con uno más apropiado para los proletarios, por ejemplo una federación de sindicatos de trabajadores? En cualquier caso, el problema era encontrar la manera en que unidades separadas -todavía organizadas por actividad económica, y sobreviviendo más o menos intactas desde la era capitalista- llegarían a intercambiar sus productos entre sí, reservando una parte de su producción para el crecimiento del aparato productivo. Por supuesto, la automatización finalmente resolvería estos problemas, pero ¿y mientras tanto? No había respuestas fáciles:
Por un lado, como señalaron Korsch … Wigforss … y otros, el control directo de empresas particulares por parte de los productores inmediatos no eliminaría el antagonismo entre productores y consumidores, es decir, los trabajadores en otras empresas. Por otro lado, la transferencia al control centralizado del estado tendría el efecto de la sustitución de la autoridad privada del capital por la autoridad burocrática del gobierno.8
El modo en que uno veía el futuro papel del Estado afectaba la propia estrategia en el presente. ¿Es el estado un comité que administra los negocios de la burguesía, o un instrumento neutro que refleja el equilibrio de fuerzas de clase? Esta pregunta no era meramente teórica. Las alianzas entre Hierro y Centeno parecían sugerir que el estado podía lograr un equilibrio entre las clases. ¿Sería posible entonces, para la clase obrera, entrar en la refriega, para reformar el capitalismo en dirección -o como la vía- al socialismo? Esos debates dieron lugar a escisiones profundas en el movimiento obrero, y más tarde, a su fragmentación.
El movimiento obrero nació en el contexto de un creciente papel no sólo del Estado sino también de la nación: el desarrollo tardío fue un desarrollo nacional. Esto explica por qué, cuando la Gran Guerra arribó, los socialistas estaban mayormente dispuestos a echar por la borda su internacionalismo. Justificaron su apoyo a la guerra haciendo referencia al éxito del movimiento, después de las guerras de consolidación nacional en las décadas de 1860 y 1870.9 La mayoría asumía que el retorno de la guerra meramente presagiaba una nueva ola de consolidación nacional, que volvería a mezclar el marco interestatal y establecería las condiciones para una expansión mayor del proletariado industrial. Apoyando el esfuerzo de guerra los trabajadores se probarían respetables. Se acercarían un poco más al poder, o quizá lo obtuvieran por primera vez, durante el siguiente ciclo de crecimiento económico.
Luxemburgo lamentó esta interpretación de la guerra en su Panfleto Junius. Casi única entre los socialdemócratas, ella vio que la guerra de 1914 sería diferente: sería una muy larga, y dejaría una destrucción masiva tras su curso. Reprendió a sus compañeros por su falta de comprensión de la naturaleza cambiante de la guerra: “Hoy en día la guerra no funciona como un método dinámico del joven capitalismo en ascenso para procurarse las precondiciones de su desarrollo “nacional”. La guerra tiene este carácter sólo en el caso aislado y fragmentario de Serbia.”10 La implicación era que la guerra realmente había funcionado de esa manera en el pasado.
Ciertamente, en las décadas de 1860 y 1870, las guerras de consolidación nacional había dado paso a un período de rápido crecimiento para el movimiento obrero. Fueron fundados partidos socialdemócratas y federaciones anarquistas en toda Europa (e incluso más lejos, en Argentina por ejemplo). Los estrategas del movimiento sabían que su éxito estaba atado al marco de la nación. Si la acumulación de capital era la multiplicación del proletariado, entonces la fuerza de la nación era el grado de organización de su clase obrera: “la alternativa a una conciencia política ‘nacional’ no era, en la práctica, ‘el internacionalismo obrero’, sino una conciencia sub-política que aún operaba en una escala mucho menor que la del estado-nación, o irrelevante a él”.11 El movimiento obrero prosperó con la consolidación de las lenguas y culturas nacionales, que eran en gran parte efecto de la educación pública (y el incremento en la alfabetización asociado a ella), así como de las redes ferroviarias. El vínculo entre el destino de la nación y el de la clase estaba más que claro para aquellas secciones del movimiento obrero que eran capaces de competir en las elecciones nacionales. Por supuesto, estas fueron las mismas secciones que votaron patrióticamente los créditos de guerra en 1914.
Este es el punto: en muchos sentidos, fue la construcción de infraestructura comandada por el Estado, en el contexto del desarrollo nacional, la que otorgó un papel creciente a los parlamentos. Esos parlamentos tenían el poder de la billetera; controlaban los impuestos. Fue debido a que los estados eran capaces de recaudar los impuestos con regularidad, vía los parlamentos, que podían tomar préstamos en los mercados de bonos para financiar sus proyectos de infraestructura: “El mantenimiento de un poder público especial por encima de la sociedad requiere de impuestos y préstamos estatales”.12 Por lo tanto era de interés del antiguo régimen el compartir el poder con los parlamentos nacionales, a fin de estimular el desarrollo. A cambio, el antiguo régimen consiguió un gran impulso a su poder militar. Como resultado la importancia del parlamento creció de manera constante (a pesar de que la presión impositiva involucrada se mantuviera en niveles bajos, en comparación con lo que sería posible en el curso de las guerras mundiales).
Por eso valía la pena para el movimiento obrero ingresar a los parlamentos. Desde la perspectiva de mediados del siglo XIX, que los trabajadores pudieran tener representantes en el gobierno era el sueño de un loco. Sin embargo, a finales de siglo, Engels estaba convoncando públicamente a una transición pacífica al socialismo. La urna reemplazaba a la barricada: “los dos millones de votantes que [el SPD envía] a la urna, junto con los hombres y mujeres jóvenes que están detrás de ellos como no votantes, forman la más numerosa y compacta masa, la decisiva “fuerza de choque” del ejército proletario internacional”13 La victoria pacífica de los partidos socialistas electorales parecía casi asegurada (aun si pudiera ser necesario derrotar a la contrarrevolución por la fuerza):
Sólo era una cuestión de tiempo, de acuerdo con los socialistas alemanes de mentalidad sistemática y estadística, antes de que estos partidos superaran la cifra mágica del 51 por ciento de los votos, que en los estados democráticos sin duda debe ser el punto de inflexión.14
Esa esperanza sobrevivió hasta la Gran Guerra. Después de la guerra los intentos por desmontar el constitucionalismo y la democracia fueron exitosos (especialmente en Europa central, oriental y del sur, donde ambos eran de reciente cosecha); en contraste, antes de la guerra, la expansión de los derechos electorales mediante la lucha había parecido inevitable. La socialdemocracia se convirtió en la forma dominante del movimiento obrero en los países donde los trabajadores habían conseguido derechos electorales. Donde esto no había ocurrido los trabajadores podían mirar a aquellos estados en los que esto había sido logrado, para ver su propio futuro emergiendo en el presente. Por esta vía se extendió el etapismo: Rusia miraba a Alemania como modelo, tanto económica como políticamente.
Al final, y al interior del grupo de países de desarrollo tardío, resultó ser que las trayectorias de los países con un desarrollo más tardío no replicaron a las de los menos tardíos. Por fuera de Europa Occidental, los movimientos tenían que tener una orientación más revolucionaria, ya que el antiguo régimen se resistía más tenazmente al reconocimiento de los intereses de los trabajadores. Por esa razón el anarquismo fue más fuerte en el sur y el este de Europa (y también porque en esos lugares el avance era imposible sin el campesinado). Pero el etapismo también estaba equivocado por otra razón: con el avance y alejamiento de la frontera tecnológica ya no era posible ponerse al día sobre la base del desarrollo tardío: “En el siglo XX, las políticas que habían funcionado en Europa Occidental, especialmente en Alemania, y en los EE.UU. resultaron ser menos eficaces en los países que aún no se habían desarrollado.”15 La única salida era a través de la industrialización forzosa. Como veremos más adelante, esta última requería, no de alianzas con el antiguo régimen, sino más bien su liquidación, como condición previa para un crecimiento que les permitiera recuperar terreno.
A medida que el movimiento obrero se desarrollaba al interior de zonas nacionales de acumulación, asimismo se fracturó (lo que era cierto incluso antes de que la Gran Guerra hiciera estallar el movimiento). El movimiento fue desestabilizado porque -al menos en los países capitalistas más “avanzados”- se había podido mejorar la condición obrera por medio del desarrollo nacional, de modo tal que las energías revolucionarias se disiparon. Reforma y revolución se separaron una de la otra. Los socialdemócratas habían afirmado inicialmente que esa división era imposible:
La elevación de la clase obrera como resultado de la lucha de clases es más moral que económica. Las condiciones del proletariado en la industria mejoran pero poco a poco, si es que mejoran. Pero el auto-respeto de los proletarios se eleva más alto, como lo hace también el respeto reservado a ellos por las otras clases de la sociedad. Comienzan a verse a sí mismos como los iguales de las clases altas y a comparar las condiciones de los otros estratos de la sociedad con los suyos. Ellos hacen grandes demandas a la sociedad [demandas que la sociedad es incapaz satisfacer]…haciendo crecer el descontento entre los proletarios.16
De acuerdo con Kautsky, pensar que las reformas volverían la explotación más aceptable era una “enfermedad infantil”; las reformas eran necesarias para el esfuerzo revolucionario -estas proporcionaban a los trabajadores un poco de seguridad, necesaria para que pudieran concentrarse en la organización de la última batalla.17 Kautsky podía decir esto sólo porque, al igual que todos los segundo-internacionalistas, todavía creía en el Kladderadatsch, el colapso inminente del sistema, que iba a tener lugar independientemente de qué reformas se ganaran. El inicio de la Primera Gran Depresión, en 1873, parecía confirmar esa creencia. En el curso de la Depresión, el capital se centralizó en un grado extremo; se concentró en complejos industriales, asociados en cárteles. Sobre esa base, los socialistas anunciaban que los proletarios -junto con la mayoría de los capitalistas, campesinos, artesanos y pequeños empresarios- pronto se encontrarían siendo arrojados a la calle.
La conexión que los socialistas percibían entre concentración industrial y desempleo era la clave de su posición revolucionaria: el desarrollo técnico obligaría a los capitalistas a sustituir hombres con máquinas. En sociedades organizadas de acuerdo al modo de producción capitalista tal reducción necesariamente provocaría el desempleo de muchas personas. Finalmente resultó ser que el ulterior desarrollo técnico en las industrias de infraestructura no generó desempleo, especialmente en grandes complejos manufactureros. En su lugar el crecimiento de las fuerzas productivas creó puestos de trabajo -y más aún después del final de la Primera Gran Depresión en 1896.
Simplificando un poco podemos explicar este fenómeno de la siguiente manera. Aunque hubo grandes avances técnicos en la producción en el curso del siglo XIX, pocos de esos avances tuvieron lugar en el ensamblaje. Aquí todavía se necesitaban manos humanas. Como resultado, las industrias de infraestructura absorbieron enormes cantidades de capital y trabajo. Estas solo requieren de un pequeño ejército de ingenieros, pero también demandan un gran ejército de mano de obra, que son quienes ensamblan todas las partes elaboradas con tecnología de precisión. Por otra parte las industrias de infraestructura estaban organizadas de manera tal que cada vez que esas manos obstruían el proceso de montaje, forzaban a máquinas que valían enormes cantidades de dinero a permanecer inutilizadas. Por lo tanto el desarrollo no resultó en empobrecimiento, sino en la posibilidad de que algunos trabajadores pudieran ganar salarios más altos por medio de paros que detuvieran el proceso productivo.
Bajo estas condiciones económico-políticas modificadas se daba aún más el caso de que algunos trabajadores fueran capaces de ganar dignidad sin dejar de permanecer atados al capital. Por lo tanto la clase obrera ya no era la clase con cadenas radicales -la clase como fuerza puramente negativa que iba a levantarse y a negar la sociedad. Por el contrario la clase obrera fue integrada en la sociedad, lenta y vacilantemente (aunque de ningún modo en forma completa, es preciso agregar), como una fuerza positiva para el cambio. Como Paul Mattick sostuviera en 1939: “consciente e inconscientemente, el viejo movimiento obrero [llegó a ver] en el proceso de expansión capitalista su propio camino hacia un mayor bienestar y reconocimiento. Cuanto más el capital florecía, mejores eran las condiciones de trabajo.”18
Las consecuencias de esta nueva situación fueron inmensas: las organizaciones del movimiento obrero fueron capaces de obtener reconocimiento como parte de la sociedad, y obtuvieron conquistas para sus miembros sobre esa base. Sin embargo, aceptar el reconocimiento social requería que ya no promovieran a la revolución como su objetivo. No era posible aceptar el marco constitucional y al mismo tiempo argumentar a favor de su derrocamiento. Esto arriesgaría la posibilidad de que el movimiento pudiera perder su reconocimiento y, por tanto, también las conquistas que había logrado: “había que elegir entre las tácticas ‘legales’ y las ‘extraparlamentarias’”.19 Este dilema fue más claro en el caso de los sindicatos, las moléculas clave que conforman el trabajador colectivo.
El principal problema que enfrentaban los sindicatos era el mismo que el que enfrentaba toda organización de los trabajadores: “el interés de clase es algo asociado a los trabajadores como una colectividad más que como una colección de individuos, un interés ‘de grupo’ más que ‘serial’.”20 Los intereses de clase de los trabajadores tenían que ser instaurados de alguna manera. Con ese fin, los sindicatos crearon órganos para castigar comportamientos que maximizaran el bienestar individual (los rompe huelgas, por ejemplo) a expensas del colectivo. Fue entonces que comenzaron a ejercer poder amenazando con retirar el trabajo colectivo, y a veces retirándolo efectivamente. Aquí estaba el quid de la cuestión: en un contexto donde los sindicatos se propusieron mejorar los salarios y las condiciones de los trabajadores, sin dejar de estar más o menos dentro de los límites de la legalidad, los sindicatos necesitaban demostrar no sólo la capacidad de hacer huelga, sino también de no hacerla, siempre que se cumplieran sus demandas. De lo contrario, no podrían ganar influencia.
Por esa razón, los sindicatos tuvieron que desarrollar mecanismos disciplinarios que, además de suprimir el comportamiento que maximiza los intereses seriales de los trabajadores, garantizase que el colectivo actuara en consonancia con los acuerdos negociados. El desarrollo de tales mecanismos no requería de una separación estable entre la dirección de la organización y la base. Sin embargo, esa separación sólo podía evitarse cuando la militancia de base estaba operando continuamente. En tanto que las luchas tienen flujos y reflujos, la única manera de que los sindicatos continuaran siendo eficaces con el tiempo, era construir estructuras formales que permitieran a los negociadores aparecer como si tuvieran la capacidad de encender y apagar la militancia de base a voluntad (cuando en realidad no podían hacer ninguna de las dos cosas).
En este punto los intereses de los dirigente y de las bases se separaron. La militancia de base se convirtió en una carga, excepto cuando estuviera bajo el estricto control de la dirección. Mientras tanto los dirigentes se convirtieron en un staff permanente sostenido por las cuotas sindicales y que ya no dependía de los empleadores para sus salarios. Los intereses de los dirigentes se fueron identificando cada vez más, no con la defensa de los miembros del sindicato, sino con la supervivencia del sindicato. Por esta razón los dirigentes tendían a evitar enfrentamientos con los empleadores que pusieran en riesgo el futuro del sindicato. Por esta vía, la reforma sustantiva, por no hablar de la revolución, se convirtió en un objetivo cada vez más distante.
Las mismas organizaciones que los trabajadores habían construido para hacer posible la revolución -las organizaciones que propugnaran el trabajador colectivo- se convirtieron en un impedimento para la revolución. Porque “un partido orientado hacia mejoras parciales, un partido en el que los líderes-representantes llevan un estilo de vida pequeñoburgués, un partido que durante años ha evitado las calles no puede ‘filtrarse por el agujero en las trincheras’, como lo pusiera Gramsci, incluso cuando este agujero es forjado por una crisis.”21 De aquí en más la revolución dejó de aparecer como una tendencia interna al desarrollo capitalista, sino más bien como un efecto externo de la geopolítica. Las revoluciones sólo se produjeron donde el desarrollo capitalista desestabilizó los marcos nacionales de acumulación, enfrentando entre sí los Estados-nación.
En el fondo estaba también este permanente dilema: a medida que las fuerzas productivas se desarrollaban se hizo cada vez más difícil saber lo que significaría ganar, administrar todos estos masivos aparatos en el interés de los trabajadores. Del mismo modo que la galaxia cuando vista de lejos parece un único punto de luz, pero cuando se la observa de cerca resulta que en su mayor parte es espacio vacío -así también las fuerzas productivas de la sociedad capitalista, vistas en miniatura, parecían dar a luz al trabajador colectivo, cuando en una escala más grande sólo dieron a luz a la sociedad separada.
El movimiento obrero promovió el desarrollo de las fuerzas productivas como medio de forzar el nacimiento del trabajador colectivo, como una masa compacta. Al final resultó que la extensión e intensificación del sistema fabril no tuvo el efecto deseado; el trabajador colectivo realmente existía sólo en y a través de la actividad del propio movimiento obrero. Pero las mediaciones del movimiento obrero hicieron del interés colectivo de los trabajadores algo real. Como hemos argumentado, sindicatos y partidos construyeron una identidad de clase obrera como un rasgo distintivo de sus esfuerzos de organización. Esto no quiere decir que la unidad de clase, o la identidad con la que se asoció, de alguna manera fue meramente impuesta por la dirigencia sindical y política; tales unidad e identidad eran parte integral del proyecto del movimiento obrero mismo, en el que participaron millones de trabajadores.
Dentro del movimiento obrero los trabajadores afirmaron que la identidad de clase que promovían y afirmaban era realmente de carácter universal. Supuestamente subsumía a todos los trabajadores, independientemente de sus cualidades específicas: como madres, como inmigrantes recientes, como nacionalidades oprimidas, como hombres solteros (y en el límite más externo: como discapacitados, como homosexuales, y así sucesivamente). De hecho, la identidad supuestamente universal que el movimiento obrero construía resultó ser realmente una particular. Subsumía a los trabajadores sólo en la medida en que eran marcados, o estaban dispuestos a dejarse marcar, con un carácter muy particular. Es decir, incluía a los trabajadores no como eran en sí mismos, sino sólo en la medida en que se ajustaban a una cierta imagen de respetabilidad, dignidad, trabajo duro, familia, organización, sobriedad, ateísmo, y demás.22
Anteriormente examinamos la génesis histórica de esta identidad de clase en particular -en la lucha contra el antiguo régimen, y con la expansión de las industrias de infraestructura. Es posible imaginar que, en circunstancias distintas, ciertas características particulares de esta identidad pudieran haber resultado diferentes. Ciertamente, incluso dentro de Europa, uno podría encontrar muchas características completamente contradictorias atribuidas a los trabajadores en tanto clase en diferentes contextos nacionales y regionales. A este respecto, sin embargo, debemos tomar algunas precauciones. Incluso en los Estados Unidos, donde se alcanzó tempranamente el sufragio universal masculino, y no había antiguo régimen que derrotar, la identidad de un trabajador era asimismo construida, a finales del siglo XIX, en torno a un conjunto similar de marcadores: productividad, dignidad, solidaridad, responsabilidad personal. En una nación de inmigrantes, donde los nativos americanos y africanos yacían en el fondo de la jerarquía social, la blancura representó un marcador adicional, a veces complementando la identidad de clase y a veces compitiendo con ella. Esto último explica en parte la debilidad de la identidad de un trabajador en los EE.UU. y su desaparición más temprana. Pero asimismo apunta a los factores estructurales más profundos que dieron origen a esa identidad, a pesar de las enormes diferencias nacionales y culturales.
Había algo necesario, algo espontáneo, en el estrechamiento de la identidad de clase que tuvo lugar en el movimiento obrero. El punto clave aquí es que los intereses colectivos de los trabajadores no pueden determinarse simplemente mediante la suma de sus intereses seriales como individuos. Este hecho distingue a los trabajadores de los capitalistas, y también pone a los primeros en desventaja en las negociaciones. Después de todo los intereses colectivos de los capitalistas son, en gran medida, simplemente cuestión de aritmética (o más exactamente, cuestión de resolver complejos sistemas de ecuaciones): los costos deben mantenerse lo más bajos posible y las ganancias lo más altas posible. No hay, por ejemplo, capitalistas ambientalistas y capitalistas feministas que se vengan a las manos con otros capitalistas sobre la forma en que hay que dirigir una empresa. Tales consideraciones entran en juego sólo en la medida en que no afectan el balance de una compañía.23
Los trabajadores, por el contrario, se enfrentan a tipos de cálculo mucho más difíciles: “¿a cuánta cantidad de salario, por ejemplo, se puede ‘racionalmente’ renunciar a cambio de qué incremento en la satisfacción laboral? La respuesta a esta pregunta no se puede encontrar como resultado de ningún cálculo que pudiera ser objetivamente realizado; sólo puede ser hallado como resultado de la deliberación colectiva de los miembros de la organización [de los trabajadores].”24 Las respuestas que cualesquiera trabajadores particulares podrían dar a esta pregunta depende de sus preferencias individuales, así como de las particularidades de sus situaciones: los jóvenes solteros tienen diferentes intereses que las madres solteras.
Y sin embargo deliberar cada punto, llegar a algún tipo de consenso o compromiso, que garantizara que todo trabajador obtuviera al menos algo de lo que quería, haría difícil la organización de los trabajadores. Los “costos” de organizar serían demasiado grandes. La solución ha de encontrarse en la formación de una identidad colectiva: “sólo en la medida en que las asociaciones de los relativamente impotentes tienen éxito en la formación de una identidad colectiva, de acuerdo a cuyos estándares los costos de organizarse son subjetivamente disminuidos, pueden aquellos esperar cambiar la relación de poder original”25 Eso es precisamente lo que lograron los sindicatos mediante la promoción de la identidad del trabajador: haciendo que los trabajadores percibieran sus intereses a través de este lente identitario, los sindicatos simultáneamente “expresaron y definieron los intereses de los miembros.”26
Los trabajadores individuales tuvieron que reconocer al sindicato como actuando en su propio interés, incluso cuando sus propios, particulares, intereses no estaban siendo atendidos por las estrategias negociadora del sindicato. Esta es una característica de todas las luchas rutinarias, basadas en demandas: en la medida en que un colectivo quiere hacer demandas y, en ese sentido, participar en alguna clase de negociación, los miembros de ese colectivo deben o bien compartir un interés inmediato, o de lo contrario deben ser capaces de formar una identidad que cierre las brechas entre sus intereses superpuestos (introduciendo, paradójicamente, un elemento no utilitario en una lucha basada en demandas).27 Fue porque las organizaciones de trabajadores tuvieron que redefinir en parte los intereses con el fin de satisfacerlos que se vieron obligados a depender de “formas no utilitarias de acción colectiva”, basadas en “identidades colectivas”.28 De hecho, la capacidad para formular demandas en una lucha determinada puede ser considerada como estructuralmente relacionada con su capacidad de recurrir a una identidad colectiva ya existente -o de forjar una nueva; formular demandas y composición son dos caras de la misma moneda.29
En el contexto del movimiento obrero, este punto no sólo se aplica a las negociaciones con los jefes, sino también a la expansión de los partidos políticos, y el crecimiento de todas las otras organizaciones existentes en entornos urbanos llenos de ex campesinos y/o inmigrantes recientes. El gran número y diversidad de situaciones hace que sea difícil decidir sobre objetivos comunes “intermedios” (es decir, antes de la conquista del poder). Pero incluso si esto no fuera un problema, los costos de la organización continúan siendo altos en otras formas. Los trabajadores tienen pocos recursos monetarios; pagan los costos de la lucha de clases mayormente con su tiempo y esfuerzo (participar de una demostración, asistir a una reunión, ir a la huelga). Si uno tiene que trabajar 12 horas al día, o cuidar de los niños, como hacen la mayoría de las mujeres trabajadoras, todo esto es extremadamente difícil. Por otra parte, no hay manera de que los trabajadores monitoreen las contribuciones de cada uno. Junto con la magnitud del movimiento, esto crea enormes problemas de acción colectiva. Observamos esto en el centro moral del movimiento obrero -cultivo de un sentido del deber, solidaridad-, y también en los medios de disciplina -piquetes, ataques a los rompe huelgas. Incluso con estos recursos, la atracción de las organizaciones de trabajadores varió en gran medida, al igual que su capacidad de organización. Por lo general requería de una tragedia, un incendio industrial o una matanza por los matones de la empresa, para que la mayoría de los trabajadores saliera a la calle.
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