Endnotes # 1, octubre de 2008: materiales preliminares para un balance del siglo XX
«La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. […] La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido1.»
Si esto ya era cierto en la época en que Marx escribió estas líneas, cuando sólo se podía hablar del comunismo en tiempo futuro, hoy, cuando anarquistas y comunistas pueden hablar de sus propias «historias» y a decir verdad no parecen hablar de otra cosa, es más cierto todavía. En la actualidad el propio marxismo es una tradición de las generaciones muertas, y hasta los situacionistas contemporáneos parecen tener dificultades para «salir del siglo XX2».
No decimos esto porque estemos especialmente encantados con el presente ni debido a ningún deseo resultante de «actualizar» la teoría comunista. El siglo XXI —al igual que el que lo precedió— está constituido por la contradicción entre trabajo y capital, por la separación entre trabajo y «vida», y el sometimiento de todo lo existente a las formas abstractas del valor. Por tanto, merece tanto que se lo abandone como su predecesor. Y no obstante, el «siglo XX» que conocieron los situacionistas, con los contornos de sus relaciones de clase, su temporalidad del progreso y sus horizontes poscapitalistas, evidentemente forma parte ya del pasado. Las teorías de la novedad (el posmodernismo, el posfordismo, y todos los nuevos productos universitarios) han terminado aburriéndonos, no tanto porque sean incapaces de captar una continuidad fundamental como porque la reestructuración capitalista de las décadas de 1970 y 1980 ya no representa una novedad.
En este número preliminar de Endnotes hemos reunido una serie de textos (fundamentalmente un debate entre dos grupos comunistas franceses) acerca de la historia de las revoluciones del siglo XX. Como los propios textos dejan claro, la historia de esas revoluciones es una historia de fracasos, ya sea porque fueron aplastadas por contrarrevoluciones capitalistas o porque sus «victorias» adoptaron la forma de contrarrevoluciones que establecieron sistemas sociales que dependían del intercambio monetario y del trabajo asalariado que no lograron trascender el capitalismo. Esto último, sin embargo, no se debió a meras «traiciones», al igual que lo anterior tampoco se debió a «errores estratégicos» o a la ausencia de «condiciones históricas». Al abordar la cuestión de estos fracasos no podemos acudir a hipotéticos «¿qué habría sucedido si?» y achacar la derrota de los movimientos revolucionarios a todo aquello —líderes, formas de organización, ideas equivocadas, condiciones inmaduras— que no sean esos mismos movimientos en su contenido determinado. Lo que está en disputa en el debate siguiente es la naturaleza de ese contenido.
Al publicar tales textos «históricos» no nos mueve el menor deseo de alentar el interés por la historia en sí, ni el de resucitar el interés por la historia de las revoluciones o del movimiento obrero. Reflexionando sobre el contenido de las luchas del siglo pasado esperamos contribuyamos a socavar la ilusión de que de algún modo se trata de «nuestro» pasado, algo a proteger o conservar. El dictamen de Marx nos recuerda la necesidad de desprendernos del peso muerto de la tradición. Nosotros nos atreveríamos a decir incluso que, más allá del reconocimiento de la ruptura histórica que nos separa de ellas, no tenemos nada que aprender de los fracasos de las revoluciones pasadas (no necesitamos repetirlas para descubrir sus «errores» o destilar sus «verdades») porque en cualquier caso repetirlas sería imposible. Al hacer el balance de esta historia y darla ya por finalizada, trazamos una línea divisoria que pone en primer plano las luchas de nuestra propia época.
Los dos partes del debate que publicamos, Troploin y Théorie Communiste, surgieron de una tendencia de comienzos de la década de 1970 que, en función de las nuevas características de la lucha de clases, se apropió críticamente del legado de la ultraizquierda histórica, tanto en su vertiente germano-holandesa (comunista consejista) como italiana (bordiguista), así como de la obra, más reciente, de la Internacional Situacionista y de Socialisme ou Barbarie. Antes de que podamos presentar los propios textos, por tanto, hemos de presentar este trasfondo común.
Cuando en 1954 Guy Debord escribió «no trabajéis jamás» en la pared de un callejón de la margen izquierda del Sena, ese lema, que había tomado de Rimbaud3, todavía tenía una gran deuda con el surrealismo y su progenie vanguardista. En otras palabras, evocaba, al menos en parte, la visión romántica de la bohemia de finales del siglo XIX, un mundo de artistas e intelectuales desclasados atrapados entre las relaciones clientelares tradicionales y el nuevo mercado cultural en el que se veían obligados a vender sus mercancías. La actitud negativa de los bohemios hacia el trabajo representaba al mismo tiempo una revuelta contra esa condición polarizada y una forma de expresarla: atrapados entre un desdén aristocrático hacia el «profesional» y un resentimiento pequeñoburgués contra todas las demás clases sociales, los artistas acabaron considerando todo trabajo, incluido el suyo propio, como infamante. Los surrealistas, que transformaron los gestos nihilistas de Rimbaud, Lautréamont y los dadaístas en un llamamiento revolucionario a la «guerra contra el trabajo», plasmaron esta postura de rechazo en una actitud política4. Sin embargo, para ellos, al igual que para otros revolucionarios heterodoxos (por ejemplo, Lafargue, ciertos elementos de los IWW, así como para el joven Marx), la abolición del trabajo se remitía a un horizonte utópico situado más allá de una revolución que en lo inmediato estaba definida por el programa socialista de la emancipación del trabajo, es decir, la victoria del movimiento obrero y la transformación de la clase obrera en nueva clase dominante. Paradójicamente, pues, el objetivo de abolir el trabajo había de lograrse eliminando primero todas las restricciones que pesaban sobre él (por ejemplo, el capitalista como parásito del mismo y las relaciones de producción como traba para la producción), y en consecuencia extendiendo la condición obrera a todo el mundo («el que no trabaja no come») además de recompensar al trabajo con la parte legítima que le correspondía en el valor que produjera (a través de diversos proyectos de contabilización del tiempo trabajado).
Esta aparente contradicción entre medios y fines, evidenciada en la turbulenta relación de los surrealistas con el Partido Comunista Francés, fue un rasgo característico de las teorías revolucionarias durante todo el período ascendente del movimiento obrero. De los anarcosindicalistas a los estalinistas, el grueso de este movimiento depositó sus esperanzas de superación del capitalismo y de la sociedad de clases en general en el creciente poder de la clase obrera en el seno del capitalismo. Se esperaba que en determinado momento ese poder obrero se adueñara de los medios de producción e inaugurara un «período de transición» que diera paso al comunismo o al anarquismo, período durante el cual la condición obrera, lejos de abolirse, se generalizaría. Así pues, el objetivo final de la supresión de la sociedad de clases coexistía con toda una gama de medios revolucionarios basados en las premisas de su perpetuación.
La Internacional Situacionista (IS) heredó la oposición surrealista entre los medios políticos concretos para emancipar al trabajo y el objetivo utópico de abolirlo. Su principal aportación fue hacerla pasar de una oposición externa mediada por el programa de transición socialista a una oposición interna que animó su concepción de la actividad revolucionaria. Esta última consistió en un replanteamiento radical de la emancipación del trabajo desde un punto de vista que hacía hincapié en el rechazo de la separación entre actividad revolucionaria y transformación total de la vida, idea contenida de forma implícita en el proyecto original de la «creación de situaciones». No hay que subestimar la importancia de esta evolución, pues esta «crítica de la separación» suponía la negación de cualquier lapso temporal entre medios y fines (la negación, por tanto, de cualquier período de transición), así como el rechazo de toda mediación sincrónica, además de poner el acento en la participación universal (democrática directa) en la actividad revolucionaria. No obstante, pese a su capacidad de replantearse el espacio y el tiempo de la revolución, en última instancia el modo en que la IS trascendió la oposición entre la emancipación del trabajo y su abolición consistió en reducir ambos polos el uno al otro, constituyendo así una unidad contradictoria inmediata, y transformando la oposición entre medios y fines en una oposición entre forma y contenido.
Tras su encuentro con el grupo neoconsejista Socialisme ou Barbarie a comienzos de la década de los sesenta, la IS adoptó con entusiasmo el programa revolucionario del comunismo de consejos, y ensalzó el consejo (el aparato a través del cual los trabajadores podrían autogestionar su propia producción y, junto a otros consejos, ejercer la totalidad del poder social) como la «forma al fin hallada» de la revolución proletaria. De entonces en adelante todas las potencialidades y todas las limitaciones de la IS se resumieron en la tensión entre su llamamiento a «abolir el trabajo» y su lema central («todo el poder para los consejos obreros»). De una parte, a fin de superar la separación entre el trabajo y el ocio, el contenido de la revolución tenía que consistir en el cuestionamiento radical del propio trabajo (y no sólo de su organización), pero por el otro, la forma de esta revolución tenía que consistir en que los trabajadores se adueñaran de sus centros de trabajo y los gestionaran democráticamente5.
Lo que impidió a la IS superar esta contradicción fue que la polaridad entre contenido y forma tenía sus raíces en la afirmación del movimiento obrero y la emancipación del trabajo. Pese a que la IS se reapropió de las inquietudes del joven Marx (y de las investigaciones sociológicas de Socialisme ou Barbarie) relativas a la alienación del trabajo, aún así consideraba que la crítica de dicha alienación se había vuelto posible gracias a la prosperidad tecnológica del capitalismo moderno (el potencial de la automatización para hacer realidad «la sociedad del ocio») y a los batallones del movimiento obrero, capaces tanto de imponer esos avances técnicos (en su lucha día a día) como de apropiárselos (en sus consejos revolucionarios). Por tanto, consideraban posible abolir el trabajo, tanto desde el punto de vista técnico como organizativo, en función de la existencia de un poder obrero en los centros de producción. Al trasladar las técnicas de los cibernéticos y los gestos de los antiartistas bohemios a las curtidas y fiables manos de la clase obrera organizada, los situacionistas pudieron concebir la abolición del trabajo como consecuencia directa de su emancipación, es decir, concebir la superación de la alienación como el resultado de una reestructuración técnico-creativa inmediata de los centros de trabajo por parte de los propios trabajadores.
En este sentido la teoría de la IS fue el último gesto sincero de fe en una concepción revolucionaria de la autogestión consustancial al programa de la emancipación del trabajo. No obstante, su crítica del trabajo fue adoptada y transformada por aquellos que, en la década de 1970, cuando ese programa entró en crisis irreversible, intentaron teorizar las nuevas luchas que se estaban produciendo, y que no consideraron que esa crítica tuviera sus raíces en la afirmación del movimiento obrero, sino en nuevas formas de lucha que coincidían con su descomposición. Ahora bien, en los escritos de Invariance, La Vielle Taupe, Mouvement Communiste y otros, el intento de superar la contradicción central de la IS se expresó en primer lugar en una crítica del «formalismo» que había privilegiado la forma sobre el contenido dentro de la ideología del comunismo de consejos.
A despecho de las indicaciones de la IS, los trabajadores que participaron en la huelga de masas de mayo del 68 en Francia no se adueñaron de los medios de producción, ni formaron consejos, ni intentaron poner en marcha las fábricas bajo control obrero6. En la gran mayoría de los centros de trabajo ocupados, los obreros se conformaron con dejar la organización en manos de los delegados sindicales, y a menudo estos últimos tuvieron problemas para convencer a los primeros de que se personaran en las asambleas de ocupación para votar por la continuación de la huelga7. En las luchas de clase más importantes de los años inmediatamente posteriores, en particular las de Italia, la forma-consejo, que había sido la quintaesencia del radicalismo proletario del ciclo anterior de manera reiterada (Alemania 1919, Italia 1921, España 1936, Hungría 1956), estuvo ausente. No obstante y de forma paradójica, en esos años la ideología consejista se difundió mucho, a medida que las manifestaciones de una clase obrera cada vez más incontrolable y la viabilidad cada vez menor de las viejas organizaciones parecían indicar que lo único ausente era la forma más adecuada a unas luchas espontáneas y antijerárquicas. En este contexto, grupos como Informations Correspondance Ouvrières (ICO) en Francia, Solidarity en Inglaterra, Root and Branch en los Estados Unidos, y hasta cierto punto la corriente operaísta italiana, lograron resucitar el interés en la izquierda germano-holandesa culpando a los viejos enemigos del consejismo (todos los partidos de izquierda y sindicatos, los «burócratas» en el idioma de la IS) del fracaso de cada nueva revuelta.
Este punto de vista no tardó mucho en ser puesto en entredicho, y esa impugnación adoptó inicialmente la forma de un renacimiento de la otra tradición comunista de izquierda. Bajo el liderazgo intelectual de Amadeo Bordiga, la Izquierda italiana había criticado desde mucho tiempo atrás el comunismo de los consejos (que Lenin, en El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, había asimilado a barrisco con la Izquierda italiana) por privilegiar la forma sobre el contenido y por su concepción acrítica de la democracia8. Esta posición, filtrada a través de la influencia de la revista bordiguista disidente Invariance, es la que subyace a la crítica del comunismo de consejos realizada por Gilles Dauvé en Leninismo y ultraizquierda, uno de los textos fundadores de la tendencia que describimos9. Dauvé acusa al comunismo de consejos de formalismo desde dos puntos de vista: porque su enfoque de la cuestión organizativa considera la forma de organización como el factor decisivo (un «leninismo invertido»), y porque su concepción de la sociedad posrevolucionaria transforma la forma (los consejos) en el contenido del socialismo al abordarlo fundamentalmente como una cuestión de gestión. Para Dauvé, como para Bordiga, se trataba de una cuestión falsa, porque el capitalismo no es un modo de gestión, sino un modo de producción en el que los «gestores» de cualquier tipo (capitalistas, burócratas o incluso trabajadores) no son más que los funcionarios a través de los cuales se articula la ley del valor. Como también sostuvieron más adelante Pierre Nashua (La Vielle Taupe) y Carsten Juhl (Invariance), semejante preocupación por la forma sobre el contenido sustituye efectivamente el objetivo comunista de destrucción de la economía por la simple oposición a que la gestione la burguesía10.
En sí misma, esta crítica del comunismo de consejos sólo podía desembocar en la reformulación de las tesis canónicas de la Izquierda italiana, ya fuese a través de la crítica inmanente (al modo de Invariance) o elaborando una especie de híbrido italogermano (al estilo de Mouvement Communiste). Lo que impulsó una nueva noción de la revolución y del comunismo (como comunización) no fue una simple concepción del contenido del comunismo derivada de una lectura atenta de Marx y Bordiga, sino también la influencia de toda una oleada de luchas de finales de los años sesenta y principios de los setenta que dio un nuevo significado al «rechazo del trabajo» como contenido específico de la revolución.
A principios de la década de 1970, periodistas y sociólogos empezaron a hablar de una «revuelta contra el trabajo» que aquejaba a toda una nueva generación de trabajadores en las industrias tradicionales, que tenían unas tasas de absentismo y sabotaje cada vez más elevadas, y que mostraban una indiferencia generalizada ante la autoridad del sindicato. Cada comentarista atribuyó las culpas, según los casos, al sentimiento de precariedad e inseguridad suscitado por la automatización, a la combatividad cada vez mayor de minorías tradicionalmente oprimidas, a la influencia de una contracultura antiautoritaria, o al poder y la sensación de importancia que había infundido en la clase obrera el prolongado boom de la posguerra y el «salario social» concomitante, que tantos sacrificios había costado obtener. Fuese cual fuese el motivo de esta evolución, lo que parecía caracterizar a las nuevas luchas era la quiebra de las formas tradicionales mediante las cuales los trabajadores habían intentado controlar el proceso de trabajo, que sólo habían dejado tras de sí la expresión del aparente deseo de trabajar menos. Para muchos de los que habían sido influenciados por la IS, este nuevo «asalto» proletario estaba caracterizado por un «rechazo del trabajo» despojado de los elementos tecnoutópicos y bohemio-artísticos de los que la IS nunca había logrado prescindir. Grupos como Négation e Intervention Communiste argumentaron que estas luchas no sólo estaban socavando el poder del sindicato, sino todo el programa marxista y anarquista de emancipación del trabajo y establecimiento de un «poder obrero». Lejos de liberar su trabajo, de controlarlo y de utilizarlo para adueñarse de la sociedad a través de la autogestión de sus centros de trabajo, durante el mayo francés y el «mayo rampante» italiano posterior, la «crítica del trabajo» adoptó la forma de la deserción de los centros de trabajo por parte de cientos de miles de trabajadores. En lugar de considerarse como un indicio de que las luchas no habían ido lo bastante lejos, durante este período la ausencia de los consejos obreros se interpretó como expresión de una ruptura con lo que acabó conociéndose como «el viejo movimiento obrero».
Al igual que había tenido gran influencia en la difusión de la crítica del consejismo, la revista bordiguista disidente Invariance fue una importante precursora de la reflexión crítica sobre la historia y la función del movimiento obrero. Para Invariance, el viejo movimiento obrero formaba parte integral del paso del capitalismo desde una fase de dominación meramente «formal» a la de la «dominación real». Los fracasos obreros habían sido inevitables, ya que era el capital el que constituía su principio de organización:
El ejemplo de las revoluciones alemanas, y sobre todo rusas, muestra que el proletariado era plenamente capaz de destruir un orden social que obstaculizaba el desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto el desarrollo del capital, pero que en el momento en que se trató de establecer una comunidad diferente, seguía estando preso en la lógica de la racionalidad del desarrollo de esas fuerzas productivas y se limitó a la cuestión de cómo gestionarlas11
Así pues, lo que para Bordiga había sido una cuestión de errores teóricos y organizativos, para Camatte había llegado a definir la función histórica del movimiento obrero en el seno del capitalismo. La autoemancipación de la clase obrera significaba sólo el desarrollo de las fuerzas productivas, ya que la propia clase obrera era la principal fuerza productiva. No hacía falta sumarse al abandono de la civilización preconizado por Camatte12 para estar de acuerdo con este dictamen. Al fin y al cabo, hacia la década de 1970 estaba claro que en el Este el movimiento obrero había formado parte integral, al menos al principio, de un aumento sin precedentes de la capacidad productiva de los países socialistas, mientras que en Occidente las luchas de los trabajadores por obtener condiciones había desempeñado un papel clave en el boom de la posguerra y la consiguiente expansión global del modo de producción capitalista. Sin embargo, para mucha gente, la crisis de las instituciones del movimiento obrero durante la década de 1970 demostró que esta función puramente capitalista estaba entrando en crisis a su vez, y que los trabajadores podían desprenderse del peso muerto de esta historia. Para Mouvement Communiste, Négation, Intervention Communiste y otros, la quiebra del viejo movimiento obrero era algo a celebrar, no porque la dirección corrupta de las organizaciones obreras ya no iba a ser capaz de restringir la autonomía de las masas, sino porque este cambio suponía la trascendencia de la función histórica del movimiento obrero, una trascendencia que estaría acompañada por el resurgir del movimiento comunista, el «movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual13». Y en un sentido inmediato así fue, pues esos autores interpretaron los disturbios y las huelgas salvajes de esa década como un rechazo total de todas las mediaciones del movimiento obrero, no en beneficio de alguna forma de mediación más «democrática» (como la de los consejos obreros), sino de un modo que planteaba la producción inmediata de relaciones comunistas como único horizonte revolucionario posible. Así, mientras que hasta entonces el comunismo se había considerado como algo a establecer después de la revolución, ahora la revolución se concebía ni más ni menos que como la producción del comunismo (a través de la abolición del trabajo asalariado y del Estado). La noción de un período de transición fue arrojada por la borda14.
En un texto reciente Dauvé resume este balance del viejo movimiento obrero:
El movimiento obrero que existía en 1900, o aún en 1936, no fue aplastado ni por la represión fascista, ni comprado los por transistores y los frigoríficos: fue destruido como fuerza transformadora porque su objetivo era preservar la condición proletaria, no superarla… El objetivo del viejo movimiento obrero era adueñarse del mismo mundo y gestionarlo de una forma nueva: poniendo a trabajar a los ociosos, desarrollando la producción e introduciendo la democracia obrera (en principio, por lo menos). Sólo una pequeña minoría, tanto «anarquista» como «marxista», sostuvo que una sociedad diferente presuponía la destrucción del Estado, de la mercancía y del trabajo asalariado, a pesar de que rara vez la definió como proceso, sino más bien como un programa que había que poner en práctica después de la toma del poder15…
Frente a semejante enfoque programático, grupos como Mouvement Communiste, Négation y La Guerre Sociale abogaron por una concepción de la revolución como destrucción inmediata de las relaciones capitalistas de producción, o «comunización». Como veremos, la concepción de la comunización difería entre los diferentes grupos, pero en lo fundamental suponía la aplicación de medidas comunistas dentro de la revolución, como condición de su supervivencia y principal arma contra el capital. Cualquier «período de transición» se consideraba como intrínsecamente contrarrevolucionario, no sólo en la medida en que presuponía una estructura de poder alternativa que se resistiría a «extinguirse» (cfr. las críticas anarquistas de la «dictadura del proletariado»), ni tampoco únicamente porque siempre parecía dejar intactos aspectos fundamentales de las relaciones de producción, sino porque el fundamento mismo del poder obrero sobre el que debía sustentarse esa transición se consideraba ahora como algo esencialmente ajeno a las propias luchas. El poder obrero no era más que la otra cara del poder del capital, el poder de reproducir a los trabajadores en tanto trabajadores; en lo sucesivo la única perspectiva revolucionaria viable sería la de la abolición de esta relación recíproca16.
El medio en el que surgió la idea de la comunización nunca estuvo muy unificado, y las divisiones no hicieron más que aumentar con el paso del tiempo. Algunos acabaron abandonando lo que quedaba del rechazo consejista del partido y regresaron a lo que quedaba del legado de la izquierda italiana, congregándose en torno a sectas atávicas como la Corriente Comunista Internacional (CCI). Muchos otros consideraron que el cuestionamiento del viejo movimiento obrero y del ideal de los consejos obreros exigía poner en entredicho el potencial revolucionario de la clase obrera. Bajo su forma más extrema, en la revista Invariance, esto desembocó en el abandono de la «teoría del proletariado» y su sustitución por la exigencia puramente normativa de «abandonar este mundo», en el que la dominación real había suplantado la comunidad humana por la comunidad del capital. Sin embargo, incluso entre aquellos que no llegaron tan lejos, existía una honda convicción de que mientras las luchas permanecieran ligadas a los centros de trabajo sólo podrían expresarse como una defensa de la condición obrera. A pesar de las divergencias entre sus enfoques respectivos, Mouvement Communiste, La Guerre Sociale, Négation y sus sucesores acabaron afirmando las revueltas en los centros de trabajo de la década de 1970, así como el aumento de las luchas en torno a la reproducción con las que coincidieron, en la medida en que parecían escapar a las limitaciones de la identidad de clase y liberar a la «clase para sí» de la «clase en sí» y poner de manifiesto su potencialidad para la comunización como realización de la verdadera comunidad humana. Algunas personas relacionadas con esta tendencia (sobre todo Pierre Guillaume y Dominique Blanc) llevaron la crítica del antifascismo (compartida hasta cierto punto por todos aquellos que defendían la tesis comunizadora) a su extremo y acabaron enfangados en el «asunto Faurisson» de finales de la década de 197017. Otra tendencia, representada por Théorie Communiste (TC en lo sucesivo), trató de historizar la propia tesis comunizadora, entendiéndola desde la perspectiva de los cambios que se habían producido en las relaciones de clase, que estaban socavando las instituciones del movimiento obrero y la identidad obrera en general. TC acabó teorizando este cambio como una reestructuración fundamental en el modo de producción capitalista, en concordancia con el final de un ciclo de luchas y la aparición, a través de una contrarrevolución triunfante, de un nuevo ciclo. Para TC, el rasgo específico de este nuevo ciclo es que es portador potencial de la comunización como límite de una contradicción de clase que se sitúa ahora a nivel de la reproducción (véase el «Epílogo» para una aclaración de la teoría del TC al respecto18).
Mientras que TC desarrolló su teoría de la reestructuración a finales de la década de 1970, durante las décadas de 1980 y 1990 otros hicieron otro tanto, y recientemente el grupo Troploin (formado principalmente por Gilles Dauvé y Karl Nesic) ha intentado hacer algo semejante en “Whither the World” y “In for a Storm”. La diferencia entre estas dos concepciones es marcada, en no poca medida porque esta última parece haber sido desarrollada, al menos en parte, en oposición a la primera. El debate entre Théorie Communiste y Troploin que publicamos aquí tuvo lugar a lo largo de los diez últimos años, y a la evaluación de la historia revolucionaria del siglo XX que contienen estos textos subyace una concepción diferente de la reestructuración capitalista y una interpretación opuesta del período actual.
El primer texto, Cuando mueren las insurrecciones, está basado en una introducción anterior de Gilles Dauvé a una colección de artículos de la revista de la izquierda italiana Bilan sobre la guerra civil española. En este texto Dauvé pretende mostrar cómo la ola de revueltas proletarias de la primera mitad del siglo XX fue aplastada por las vicisitudes de la guerra y la ideología. Así, en Rusia la revolución fue sacrificada a la guerra civil y destruida por la consolidación del poder bolchevique, mientras que en Italia y Alemania los trabajadores fueron traicionados por los partidos y sindicatos, así como por la mentira democrática, y en España fue de nuevo la marcha hacia la guerra (al son de la melodía antifascista), la que selló el destino de todo el ciclo, atrapando a la revolución proletaria entre dos frentes burgueses.
Dauvé no aborda las luchas posteriores de las décadas de 1960 y 1970, pero es obvio que los juicios formulados en ese período, por ejemplo, respecto de la naturaleza del movimiento obrero en conjunto, impregnan su evaluación de lo que estuvo «ausente» en la derrota de esa oleada previa de luchas. En su crítica de Cuando mueren las insurrecciones, TC ataca lo que considera la perspectiva «normativa» de Dauvé, que contrapone lo que las revoluciones reales podrían y deberían haber sido a la fórmula nunca del todo explícita de una auténtica revolución comunista. En líneas generales TC está de acuerdo con la concepción de la revolución que tiene Dauvé (es decir, la comunización), pero le critican por imponerla de forma ahistórica a las luchas revolucionarias pasadas como vara de medida de sus éxitos y de sus fracasos (y por consiguiente por no dar cuenta de la aparición histórica de la propia tesis de la comunización). Según TC, de eso se deduce que la única forma en que Dauvé puede dar cuenta del fracaso de las revoluciones del pasado es acudiendo a la explicación, en última instancia tautológica, de que no fueron lo bastante lejos: «las revoluciones proletarias fracasaron porque los proletarios no hicieron la revolución19». Ellos argumentan, por el contrario, que su propia teoría es capaz de explicar de forma coherente el ciclo completo de revoluciones, contrarrevoluciones y reestructuraciones, así como demostrar que las revoluciones contenían en germen sus propias contrarrevoluciones como límite intrínseco de los ciclos de los que surgieron y que llevaron a su término20.
En los tres textos siguientes del debate (dos de Troploin y uno de TC) se analizan una serie de controversias, entre ellas el papel del «humanismo» en la concepción de la comunización que tiene Troploin, y el papel del «determinismo» en la de TC. No obstante, para nosotros el aspecto más interesante de este debate y el motivo por el que lo publicamos aquí, es que constituye el intento más sincero con el que nos hayamos topado de evaluar el legado de los movimientos revolucionarios del siglo XX desde la perspectiva de una concepción del comunismo que no remite a un ideal ni a un programa, sino al movimiento inmanente al mundo del capital, que suprime las relaciones sociales capitalistas sobre la base de premisas actualmente existentes. Si tratamos de analizar las condiciones de su aparición en los ciclos de lucha y de revolución anteriores es para interrogar a esas premisas y regresar así a nuestro punto de partida: el presente.
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